Un moisés de ratán

Qué tierna tu sonrisa genuina, desatendida de todo lo anterior, lo que hice y lo que hicieron, suave tu palma alrededor de mi índice. Y tus ojos, los de tu casa, azul abierto y profundo, tan brillantes, que atienden al ahora, continuo frenesí. Un instante de posibilidad en la rueda, esta la mía, que gira y pasa, recuerda, te encuentra, bienvenido al mundo, chiquito, en otra vida quizá un hospital; qué suerte, familia; las ecografías, algún patuco, babero, un moisés de ratán ahora acunado en una salve callada. En esta vida, un saludo fortuito, la emoción deslavazada que se hilvana por un encuentro breve, te observa, maravillada con la vida; en esta, la marcha tras un intercambio sencillo, apocopado, de vuelta a deshilarse mi sentido para ti, hilado en mí el de tu llegada.


La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

Cuándo caen tus hojas

Discurso de aceptación del galardón Teobaldo 2023 al Trabajo Periodístico de Cultura (Asociación de Periodistas de Navarra)

Existe una palabra incorpórea: flota, igual que una pluma, a través del aire de invierno mancillado por el polvo. Su claridad recoge la ausencia del brillo de la plata, la frialdad del plomo; llama a filas a la suciedad y manifiesta la pesadumbre de lo real de manera inerme e inevitable. La palabra recrea la oscuridad: la construye, desenvuelve, acota y la fulmina. La sombra es discernible por la luz.

La luz permite dar sentido, en cuanto que sintiente, a lo que se presenta, de otro modo, seco y agrio. Su exceso ciega, pero la justa pizca nos invita a la sugerencia. Es la luz la que nos hace partícipes de la realidad en la que vivimos, la que nos permite afrontarla, tomar partida, la que nos incluye y nos afianza en el regazo del tiempo, poco, que tenemos. Mira aquí, ¿ves caer las hojas en otoño?

El caer de la hoja refleja la maravillosa imperturbabilidad de lo que nos es ajeno y, a la vez, intrínseco. Queremos olvidar que pasa el tiempo y, sin embargo, somos conscientes de ello siempre. ¿Cuándo caen las hojas en otoño? Es la pregunta del crédulo, de quien se sabe sabedor aun equivocado. No se puede contener la realidad. Entonces, tras nacerla, la pregunta, llega la mueca de quien no concibe que nadie necesite minutaje para el devenir de la vida: los ancianos en el pueblo, misma hora, mismo banco, y una pregunta que nadie entiende pero que algunos, cada vez más, desearían responder. Qué hay sino sol sombra, un café de media tarde, el empuje del enfado, el rubor de lo deshabitado, las paredes con gotelé que me rodean y contienen el fino hilo del remanso, un recodo resguardado, rincón de lo pequeño, guarecido siempre en la carne de mi pecho. Qué guardas. Cuándo caen tus hojas.

Tras su vuelo, sin aviso, el mundo para y se centra en su solo movimiento. Una flauta, un flautín. Un suspirito de niño recién nacido que acoge su primer sueño. El mundo observa hasta que la hoja toca grava y barro y hiel y entonces, solo entonces, vuelve la cabeza a barruntar y el elefante a sus barritos. ¿Qué fue de la hoja? Mira allí, otra va. Haciendo circunstancia, continuidad, de lo contenido.

Una, que es hoja constante, en vuelo, suelo, vuelta a brotar, una que aspira a predecir sus momentos para luego negar la mera posibilidad de hacerlo, porque nadie sabe, nadie espera, una que abraza lo impredecible no sin marejada, sintiendo los temblores, pero hacia delante, intentando darles sentido, unidad, una que no podría estar más agradecida. A la vida por tenerla y poderla pensar, a los campos con sus bellotas y la ilusión por que broten. A esta Asociación de Periodistas de Navarra por un Teobaldo, galardón a la cultura, a una forma íntima de ver y de sentir. A un periodismo local, sencillo, directo, de tierra. Gure kazetaritza. Gure lurrarena. Un reconocimiento, y qué bienvenido, inesperado, qué reconfortante, ilusión de un proyecto que bebe de mi quehacer pequeño, de la cotidianidad más absoluta, de uno y general. Estoy agradecida a quien siempre, recorriese estas paredes en mi pecho cuando fuese, rincón de lo guardado, lo ha querido y acogido como extensión de lo que soy. Aunque nunca sepamos cuándo caen las hojas, ni falta que nos hace, gracias por mirarlas volar conmigo.


El tratamiento de la voz es de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

Para ver el discurso en vivo en la entrega de premios de los XIV Galardones Teobaldo, de la Asociación de Periodistas de Navarra, visita el apartado de galardones.

La quema

Crepita el fuego y pienso que cambiar de estado en este, mi mundo, tiene que ser hasta agradable si es la llama la que me lame y me quema la piel con su baile de seda en tul antigravitatorio. Pienso que antes que tarde, este tiempo es relativo, estaré ahí dentro, rodeada, seré el tronco, la madera, y la llama será lo último que me toque.

Parece suave, cuánto duele. Cuando muera, si me queman, ya no dolerá. Dios, por favor, que me quemen. No me dejéis para la putrefacción, gases que hinchan y carcomen, ni para los gusanos. Quemadme cuando muerta, quiero irme envuelta en caricia y vestida de elegancia.


La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

Pan de muerto

Pan de muerto, boca salada y

sequedad en la piel.

Que hace un tiempo que marchaste,

pan de muerta, miga seca,

y quedamos esperando esta y yo, yo y aquella,

un regreso irreverente.


La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

La mujer del hatillo

–Ave María purísima…

–Sin pecado concebida…

Y olor a suelo de madera viejo, al frío de la calle en el recibidor que se remezcla, áspero, con el aroma de esta casa. A mi izquierda, justo tras cerrar la puerta de entrada y verme enfrentada a los percheros, una cortina de flores me anuncia que, como en todas las visitas, toca descorrerla y enfrentar la oscuridad. No me importa esta negrura porque voy acompañada de un buen hombre narigudo, de ojos azules y chiquitajos y voz algo carraspeada por el humo del tabaco. No me importa el pasillo largo si mi abuela le contesta desde la cocina con ese tono cantarín de bienvenida a casa, descentrado, entonado por costumbre mientras la mente anda en otro sitio.


Cuenta dos (2022), en Editorial Graviola

El fragmento anterior es un adelanto de «La mujer del hatillo», relato publicado en la antología Cuenta dos (2022) con Editorial Graviola. La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

Escalera

A veces vuelvo a esa escalera de madrugada, escalera de sombra, de reloj. Me siento, desnivel de un escalón, y eres recogido tú y tu olor. Me recuesto contra tu hombro, ahora mi almohada, y levanto la barbilla. Eres casa: casa con chimenea como el rojo de tu barba, como el castaño de las pecas que te surcan la nariz.

El suelo está frío y la madera nos sabe a alcohol. Cuando sé que te inclinas reacciono, me olvido de la ventana, no existe, la luz, los vecinos, nadie, y recojo tu suavidad con la mía. La abrazo, te quiero, apenas un beso, dulce, muy dulce, ligero.

Pero estoy sola, ya es de noche, otra noche, y tú, que fuiste más, requemado tras un beso no correspondido, y yo, que soy ausencia de ese tacto y ahora en ti fútil recuerdo.

Selva de cigarras

Tengo una bomba cargada en la mandíbula, ahí en el espacio entre la cara y el lóbulo de la oreja. Su timbre, es un tictac contrarreloj, resuena en mi tímpano: un pitido como canto de cigarra, errático, que se extiende hasta la frente por la sien y me baja por el cuello hasta la primera contractura de la espalda. Solo en la mandíbula derecha, aunque la inquietud desosegada me reviente todo el cráneo, lo habite inexorablemente. Por qué ya no, por qué yo todavía, por qué ya nada. Por qué cada puto despertar y cada puto amanecer aquí, en mi cabeza. Por qué aún, pero ya nunca. Y hoy es siempre todavía, de pasado presente y ausente al mismo tiempo.

Me recorre esta cigarra. Se asienta a sus anchas, lleva años aquí, y bate alas y despierta como buscando aparearse. Si no acierto con la bomba, si no agoto, entierro, resuelvo por un rato sus preguntas, llegan más bichejos. No la desarticulo, la cigarra está enojada, duele, pita, agota.

Ya no estoy aquí. Estoy en el monte, mi monte: un jardín errático, una selva de cigarras.

Mujer

Me duele una mujer en todo el cuerpo. El día en el que me marche puede que ella me vuelva a llamar.

Nombre

No sé si tienes idea, pero es una vocecilla que te resuena cuando te levantas, y mientras las toses del bus, y te distraes un rato y parece que se va, pero inesperadamente vuelve. Es ese silbido constante que te recuerda que alguien en algún lugar vive. Y tu cabeza viene y va y se despista y se concentra con el eco suave de un nombre que, como el aire o el ruido de una bocina o un tropezón, gana decibelios, pasa a un primer plano, toma posesión de ti, de lo que eres o fuiste, pero lo domas, siempre en doma, y lo vuelves a guardar en el cuarto. Un cuarto con cama, sábanas deshechas y fotos y mensajes escritos y dichos en una voz perfectamente reconocible, en una letra perfectamente legible. Aprendes a vivir con ese nombre siempre en segundo o en primer plano.

Si Nueva York

Alguien ha descrito tu sonrisa diciendo que iluminaría Nueva York, y yo, que no te conozco, tengo la certeza de que ese alguien no te ve. Tu boca, tus ojos limpios, pues deben serlo si son hogar de luz, no pueden alumbrar esa ciudad, porque no se puede iluminar más Nueva York. Tu ternura solo puede ser a ese lugar, la urbe que nunca se atenúa, recogimiento, pausa y apagón. Si ese alguien de veras te mirase, te diría que tu sonrisa calma Nueva York, que lo amansa, que lo duerme, que le trae sencillez y pausa y oscuridad y viento inodoro por sus calles vacías. Si Nueva York te viese sonreír, te diría, ya nadie correría ni habría ruido ni una cúpula eléctrica que ataca cada rincón con su implacable y artificial claridad. Si Nueva York te viese sonreír, te diría, la ciudad, por fin, dormiría.

Quiero

Quiero el sol, ese sol. El que te ilumina la mejilla y atraviesa la profundidad azul de tu mirada descubriendo cuevas recónditas en el lagrimal de tus ojos. Quiero tu sol, el que salta como rayo de luz de pestaña a pestaña, juguetón como el rocío en punta al filo de la hoja. Quiero el sol caliente, bello, templado, suave, susurrante, que se posa en tu sonrisa y labio encarnecido; quiero abrazarlo con la boca y sentir que a mí también me baña la luz que te recorre.

Hálito de vida

Te pienso como hálito: un aroma, el de tu piel; tu olor, mi cuna. Me recojo en el ritmo de tu respiración pausada, en la suavidad del aire que escapa de tu risa, y cierro los ojos temiendo perderme el aliento refrescante y etéreo que es tu vida.


Bizitzeko arnasa

Hats bezala pentsatzen zaitut: lurruna, zure larruazala; zure usaina, sehaska. Zure arnasketa geldoaren erritmoan neure baitan biltzen naiz, zure algaratik ihes egiten duen airearen leuntasunean, eta begiak itxi ditut zure bizitza den arnas etereoa galtzeko beldurrez.

Bicho sobre calendario

Había un bicho caminando por mis días. Recorrió el pasado, pasó por un seis de julio. Salió a la nada, al éter, a lo inocuo; giró la página por el canto y voló a mi futuro. Un bicho muy pequeño, blanco, de alas de papel. Un bichito con el potencial de volar.

Señor con bastón

Un bastón atento gira sobre sí mismo. Adelante, medio círculo hacia la izquierda. Recto en su sitio. Tap tap en el suelo. Vuelta a girar.

Las manos que lo sujetan son recias. Cuando las tocas la piel es suave en las yemas de los dedos, rugosa alrededor de los nudillos, por los laterales. Son dedos anchos, con uñas grandes y alargadas, rectangulares.

El señor con bastón preside la mesa. Mayor, encorvado sobre sí mismo. La silla de madera es más alta que él y su boina. Está callado, no le gusta el ruido. En algún momento suelta un gruñido malhumorado ante el alboroto familiar. Luego llega alguno de sus nietos, el pizpireta chiquito, o el cariñoso alto, o la nieta con su alegría, o el segundo por la cola, con su temple y sonrisa tímida, y se le va el tono gruñón. Resopla, los mira fijamente y sonríe con media boca hacia la izquierda. Y entonces alarga el brazo, los agarra con la mano firme y los acerca hacia sí. Los mira unos segundos más que parecen parar el tiempo hasta que recuerda que tiene comida caliente en el plato y con una chapadita en la mejilla, donde pille, vuelve a comer.

No recuerdo bien la primera vez que vi al señor con bastón. Sí una intermedia, en una comida en medio del campo. Él, huido del gentío, sentado en un banco de piedra contra la pared de la iglesia que presidía el encuentro. Respirando paz. Buscando sonrisas.

Siempre me sugirió calma. Miraba y parecía que veía más allá, como aquella penúltima vez cuando me perdí en sus ojos. Me agarró de los brazos y me apretó fuerte, sonriendo.

–Quiere un abrazo –me dijo el nieto.

Lo abracé. Siguió sonriendo un poco más, me quitó la mirada y se fue a celebrar un cumpleaños en torno a la mesa. Yo salí contenta por la puerta, relamiéndome entre la nata y las fresas. Serena.

La última vez que lo vi fue hace un par de meses, en un vídeo. Estaba en su salón, contra un reloj de pared. La boina bien calada, mirada algo perdida y el bastón, girando sobre sí mismo, contra suelo de madera y su palma arrugada.

Mientras trasplanto este arbusto pienso en él, que hoy ya no es. Las hojas redondas, verdecitas, de muchos tonos; una pequeña luz en el día en el que se ha marchado.

Saber sentarse

El encanto lo tiene un cielo negro en el cine. Uno bajo el que no se pasea, solo se busca el acuerdo. Se reparten los tobillos y la palma cae sobre los reposabrazos.

El cine une en oscuridad. Es un pacto tácito, el derecho a la detención mutua entre quienes buscan, sin decirlo, sentarse lado a lado. Entre quienes dejan pasar a otros y se encuentran para igual ni siquiera tocarse imagen tras imagen.

El cine es un encuentro primerizo que acaricia una nuca de pelo ondulado, algo rojizo, y seca una lágrima con una risa suave, de fondo de garganta y de “estoy”. Y de te quiero. De principios, con final. Pero ahora.

Igual el cine lo pensaron para eso: para agarrarse al antebrazo del acompañante, relajado pero fuerte y seguro, atrás en la última fila, y acariciar la suavidad de los pelos que lo surcan. Para llegar a su mano y tomarla, y que sea el doble de grande que la tuya. Y que te acune la cara y te recoja. Y tú guardes el momento para siempre.

Igual el cine fue un beso. O fue muchos.

La voz bonita del cuarto de al lado

Llaman al timbre, va y abre la puerta; suena un saludo, acunado por una risa suave. Es ella, una chica, la que estábamos esperando.

Dos pasos cruzan el pasillo y vuelven a volar sobre él. El balcón se ha cerrado solo, presuroso, y el visillo se ha corrido de golpe.

No hay palabras, solo tono y armonía. Qué voz más suave, más recogida. Más tibia. Parece que por el salón hubiese entrado una nube blanca y azul y rosada y amarilla; y que, ligera, acolchada, pomposa, aireada, se estuviese paseando por la casa.

Es voz de cuento, de niña bonita.

Se escurre una risa grave. Dulzura. Sonrío.

Duermo

Besos delicados frente, nariz, punta de nariz, frente, ceja, carrillo. Suaves, tus labios contra mi piel despertando. Ternura, inmensidad.

Me dejé sentir dormida un poco más, un segundo y otro del amanecer.

Estiro el momento. Tanta felicidad. Tanta plenitud. Manifiesto mi conciencia rozando mi punta de nariz contra tu cara, entre un beso y otro de los que me das.

Te besé. Desconocida. Ahora sé que además de con amor besabas con miedo de pérdida.