Nombre

No sé si tienes idea, pero es una vocecilla que te resuena cuando te levantas, y mientras las toses del bus, y te distraes un rato y parece que se va, pero inesperadamente vuelve. Es ese silbido constante que te recuerda que alguien en algún lugar vive. Y tu cabeza viene y va y se despista y se concentra con el eco suave de un nombre que, como el aire o el ruido de una bocina o un tropezón, gana decibelios, pasa a un primer plano, toma posesión de ti, de lo que eres o fuiste, pero lo domas, siempre en doma, y lo vuelves a guardar en el cuarto. Un cuarto con cama, sábanas deshechas y fotos y mensajes escritos y dichos en una voz perfectamente reconocible, en una letra perfectamente legible. Aprendes a vivir con ese nombre siempre en segundo o en primer plano.

Quiero

Quiero el sol, ese sol. El que te ilumina la mejilla y atraviesa la profundidad azul de tu mirada descubriendo cuevas recónditas en el lagrimal de tus ojos. Quiero tu sol, el que salta como rayo de luz de pestaña a pestaña, juguetón como el rocío en punta al filo de la hoja. Quiero el sol caliente, bello, templado, suave, susurrante, que se posa en tu sonrisa y labio encarnecido; quiero abrazarlo con la boca y sentir que a mí también me baña la luz que te recorre.

Bicho sobre calendario

Había un bicho caminando por mis días. Recorrió el pasado, pasó por un seis de julio. Salió a la nada, al éter, a lo inocuo; giró la página por el canto y voló a mi futuro. Un bicho muy pequeño, blanco, de alas de papel. Un bichito con el potencial de volar.

Señor con bastón

Un bastón atento gira sobre sí mismo. Adelante, medio círculo hacia la izquierda. Recto en su sitio. Tap tap en el suelo. Vuelta a girar.

Las manos que lo sujetan son recias. Cuando las tocas la piel es suave en las yemas de los dedos, rugosa alrededor de los nudillos, por los laterales. Son dedos anchos, con uñas grandes y alargadas, rectangulares.

El señor con bastón preside la mesa. Mayor, encorvado sobre sí mismo. La silla de madera es más alta que él y su boina. Está callado, no le gusta el ruido. En algún momento suelta un gruñido malhumorado ante el alboroto familiar. Luego llega alguno de sus nietos, el pizpireta chiquito, o el cariñoso alto, o la nieta con su alegría, o el segundo por la cola, con su temple y sonrisa tímida, y se le va el tono gruñón. Resopla, los mira fijamente y sonríe con media boca hacia la izquierda. Y entonces alarga el brazo, los agarra con la mano firme y los acerca hacia sí. Los mira unos segundos más que parecen parar el tiempo hasta que recuerda que tiene comida caliente en el plato y con una chapadita en la mejilla, donde pille, vuelve a comer.

No recuerdo bien la primera vez que vi al señor con bastón. Sí una intermedia, en una comida en medio del campo. Él, huido del gentío, sentado en un banco de piedra contra la pared de la iglesia que presidía el encuentro. Respirando paz. Buscando sonrisas.

Siempre me sugirió calma. Miraba y parecía que veía más allá, como aquella penúltima vez cuando me perdí en sus ojos. Me agarró de los brazos y me apretó fuerte, sonriendo.

–Quiere un abrazo –me dijo el nieto.

Lo abracé. Siguió sonriendo un poco más, me quitó la mirada y se fue a celebrar un cumpleaños en torno a la mesa. Yo salí contenta por la puerta, relamiéndome entre la nata y las fresas. Serena.

La última vez que lo vi fue hace un par de meses, en un vídeo. Estaba en su salón, contra un reloj de pared. La boina bien calada, mirada algo perdida y el bastón, girando sobre sí mismo, contra suelo de madera y su palma arrugada.

Mientras trasplanto este arbusto pienso en él, que hoy ya no es. Las hojas redondas, verdecitas, de muchos tonos; una pequeña luz en el día en el que se ha marchado.

Saber sentarse

El encanto lo tiene un cielo negro en el cine. Uno bajo el que no se pasea, solo se busca el acuerdo. Se reparten los tobillos y la palma cae sobre los reposabrazos.

El cine une en oscuridad. Es un pacto tácito, el derecho a la detención mutua entre quienes buscan, sin decirlo, sentarse lado a lado. Entre quienes dejan pasar a otros y se encuentran para igual ni siquiera tocarse imagen tras imagen.

El cine es un encuentro primerizo que acaricia una nuca de pelo ondulado, algo rojizo, y seca una lágrima con una risa suave, de fondo de garganta y de “estoy”. Y de te quiero. De principios, con final. Pero ahora.

Igual el cine lo pensaron para eso: para agarrarse al antebrazo del acompañante, relajado pero fuerte y seguro, atrás en la última fila, y acariciar la suavidad de los pelos que lo surcan. Para llegar a su mano y tomarla, y que sea el doble de grande que la tuya. Y que te acune la cara y te recoja. Y tú guardes el momento para siempre.

Igual el cine fue un beso. O fue muchos.

La voz bonita del cuarto de al lado

Llaman al timbre, va y abre la puerta; suena un saludo, acunado por una risa suave. Es ella, una chica, la que estábamos esperando.

Dos pasos cruzan el pasillo y vuelven a volar sobre él. El balcón se ha cerrado solo, presuroso, y el visillo se ha corrido de golpe.

No hay palabras, solo tono y armonía. Qué voz más suave, más recogida. Más tibia. Parece que por el salón hubiese entrado una nube blanca y azul y rosada y amarilla; y que, ligera, acolchada, pomposa, aireada, se estuviese paseando por la casa.

Es voz de cuento, de niña bonita.

Se escurre una risa grave. Dulzura. Sonrío.

Duermo

Besos delicados frente, nariz, punta de nariz, frente, ceja, carrillo. Suaves, tus labios contra mi piel despertando. Ternura, inmensidad.

Me dejé sentir dormida un poco más, un segundo y otro del amanecer.

Estiro el momento. Tanta felicidad. Tanta plenitud. Manifiesto mi conciencia rozando mi punta de nariz contra tu cara, entre un beso y otro de los que me das.

Te besé. Desconocida. Ahora sé que además de con amor besabas con miedo de pérdida.