Bicho sobre calendario

Había un bicho caminando por mis días. Recorrió el pasado, pasó por un seis de julio. Salió a la nada, al éter, a lo inocuo; giró la página por el canto y voló a mi futuro. Un bicho muy pequeño, blanco, de alas de papel. Un bichito con el potencial de volar.

A(mi)stad

Me contó aquella historia y quise creerla. Luego nos dejamos: a mí no me interesaba el final y ella estaba empeñada en construir uno que fuera nuestro, pero que era inexistente.

Gualda

La acidez de tu carácter es de color amarillo. Luminosa, tono limón. Y nunca me han gustado los limones.

Deseo de vivir

Tal vez, en otro momento, todo lo que ahora sé, conozco, después de haber acontecido, resulte de utilidad. Igual mis elaboraciones, todos los baches superados en el camino, sean útiles. Tal vez alguien piense que yo y mis pensamientos caminamos rodeados de hermosura.

Huele a cloro. Hay balones en un cesto. Waterpolo. Aletas en otro. Natación.

-¿Qué se siente, papá? Cuando juegas a ser tiburón entre piratas.

-Liberación. Poder, desconexión -y le rasca la cabeza mientras ríe.

El niño sonríe.

-Y tú, mamá, ¿qué sientes?

Entonces miras a tu hijo y lo ves devolviéndote curiosidad con esos ojos azulones. Y contestas con un beso:

-Sintonía. Superación.

¿Qué es melancolía?

Llueve. Qué atípico.

Él y ella, juntos, pequeños, miran el suelo. Escuchan repicar las gotas

-Lo que queráis que sea, cuando sea.

Se miran y se ponen a jugar. Al rato vuelven.

-¡Mamá, mamá! ¡Hoy es un fuerte de bandidos!

Sonríes. Vas al salón, ves el sofá desmontado. Retrospección. Melancolía.

Baile de pasillo

Me toma la mano y, alzándola en el aire, me empuja hacia sí con suave ímpetu. Queriendo disimular su impulso en el atrezo de una broma. Mis pies toman base en el espacio que hay entre los suyos, y despegan en el momento en el que empieza a moverse, una vez ya ha hecho lo oportuno para que subiera mi otra mano a acariciar la piel que hay bajo su hombro.

Damos pasos acunados por su tarareo pícaramente intencionado -se supone-, cuidadosamente medido en realidad.

Miro hacia arriba, llena de sentimiento, llena de calma, y de luz, y de compenetración. Me devuelve la mirada y olvida lo poco que había de teatro en su gesto: solo baila. Nos besamos y hay ternura, ternura en nuestros ojos rasgados de sonreír, chispeantes, que se encuentran los unos en los otros.

Y entonces me hace girar por el estrecho pasillo.

En la calle del Niza

Aunque no lo sabes, tú y yo hemos estado juntos en esa calle. Ya sé que no es la calle del Niza, sino Espoz y Mina. Pero para mí siempre ha sido esa.

Es un sitio elegante y a la vez algo sucio. Tiene un par de bares que inician la procesonaria del resto hacia Estafeta, y un hotel de no sé si cinco estrellas.

La gente chiquitea los jueves por la tarde-noche. El resto de los días, a una hora más discreta, no suele tener más que un par de señores mayores, esos que son los de siempre, y un perro atado a la cañería.

La calle del Niza es una calle de esquinas. Esquinas en las que giras y te encuentras de golpe con un alguien del pasado. Esquinas en las que te refugias viendo pasar a un grupo de conocidos, y esquinas en las que esperas a que pasen los múltiples vehículos que la frecuentan y puedas cruzarla sin premuras.

No me gusta especialmente. Vuelvo de natación por allí. No más.

La pared del banco que está a un lado de la calle parece de piedra. Rígida al contacto con la espalda.

Y tal que así son las cosas, que aparecí en Espoz y Mina. Y tú entraste por la esquina del Niza y terminamos arrimados. Y me ayudaste a conocer. Pero llegó la hora de abrir los bares en un jueves tarde de medio verano y me desperté al llegar al cuarto botón de tu camisa.

En el escaparate

En el escaparate hay un vestido azul. Dicen que ese color es el preferido de los psicópatas y de los que tienen a El guardián entre el centeno como libro favorito. Pero no es así. Es mi color favorito. Y ese es mi vestido favorito.

Lo pusieron el año pasado por abril, me llamó la atención al instante. Estaba sentada en la hierba, justo en frente de la boutique, escuchando a Serrat. Me cegó. No veía nada más, el vestido lo era todo. El lino de las mangas y del busto, la cuerda con el nudo de marinero justo debajo del pecho.

Quizás porque mi niñez
sigue jugando en tu playa
y escondido tras las cañas
duerme mi primer amor,
llevo tu luz y tu olor
por dondequiera que vaya,
y amontonado en tu arena
guardo amor, juegos y penas.

Acorté la distancia y terminé casi fusionándome con el ventanal acristalado.

Ese vestido era yo, yo era él.

Después de que apareciera empecé a ir a estar delante de la tienda todas las tardes. La luz era perfecta entre las tres y las cinco y media, el cristal estaba siempre limpio. Era el escaparate perfecto para el vestido perfecto.

Un día de junio -en nuestro aniversario de dos meses- lo fui a visitar, como en cualquier otro momento. Se me hizo un nudo en la garganta al ver que ya no estaba, pero no dejé de ir.

Hoy he vuelto a pasar, un año más tarde. Lo han vuelto a colocar en medio de esa vitrina, cuan trofeo traído de antaño. Esta vez me he dedicado a idolatrarlo, pero llevándolo puesto. No lo iba a dejar marchar de nuevo.

Ay, si un día para mi mal
viene a buscarme la parca,
empujad al mar mi barca
con un levante otoñal
y dejad que el temporal
desguace sus alas blancas.
Y a mí enterradme sin duelo
entre la playa y el cielo…

Nudos

Es de noche, una noche cualquiera del año. Las hojas de los árboles se agrupan en la balconada.

Llevan haciéndolo desde principios de otoño, pero todavía no las he recogido. No consigo prestarme a ello.

Estoy en la cama y mis pensamientos, de manera similar a los nudos, están enredados. Revueltos. Y es que últimamente no duermo.

Soy joven y tengo toda mi vida para hacer lo que sea. Con quien sea. Y, sin embargo, parece que todo se reduce a unos pocos instantes antes de dormir. Esos minutos tontos en los que escucho el repicar de las gotas de la lluvia sobre los cristales. En los que el viento susurra como una persona más, y susurra cuentos preciosos u horribles. En los que me doy cuenta de que, todavía, no puedo recoger las hojas del invierno pasado. Porque no sé dónde guardarlas, no tengo ni idea de dónde quiero meterlas. No estoy preparada para olvidarlas, porque eso significa que las voy a guardar en un baúl y que no me van a volver a doler, pues ya no me van a importar. Ni ellas, ni el árbol que las dejó caer. Y, oh, todavía quisiera que me importase.

Las flores de la última primavera también están enredadadas alrededor de los barrotes del mirador. Siempre que las miro una sonrisa dulce cruza mi rostro. Qué hermosa fue la primavera…

Cuando recuerdo esa estación me doy cuenta de que desde entonces no ha vuelto a llover. Había más gente, gente más alegre, a mi lado. Bailamos, reímos y lloramos. Siempre terminábamos con una sonrisa. Disfrutando de la vida.

Pero no he cortado las flores, y ahora se asemejan a un arbusto descuidado.

La noche se ha ido. Los primeros rayos del sol entran a mi habitación a través de la ventana. Igual que en verano. Iluminan mis dudas y mis pensamientos.

Me pongo mi bata y abro el balcón. Hace un día precioso. Es un día de invierno, pero el sol brilla alto en el cielo.

Soy joven, tengo toda mi vida por delante. Pero también he vivido bastante.

Mi balconada está abarrotada, entre las hojas y las flores. El sol rebota en ellas y pasa por la ventana, pero casi esperando encontrar una casa deshabitada. Albergando mucha vida pasada.

Poco a poco, empiezo a barrer el suelo. Me alegra encontrar las baldosas blancas con pequeños dibujos de colores en el centro que tanto me gustaban. Primero aparece una, después otra. Y así, con paciencia, voy limpiando mi mirador. No veo el momento de poder pararme a mirar el precioso día que acababa de amanecer.