Un moisés de ratán

Qué tierna tu sonrisa genuina, desatendida de todo lo anterior, lo que hice y lo que hicieron, suave tu palma alrededor de mi índice. Y tus ojos, los de tu casa, azul abierto y profundo, tan brillantes, que atienden al ahora, continuo frenesí. Un instante de posibilidad en la rueda, esta la mía, que gira y pasa, recuerda, te encuentra, bienvenido al mundo, chiquito, en otra vida quizá un hospital; qué suerte, familia; las ecografías, algún patuco, babero, un moisés de ratán ahora acunado en una salve callada. En esta vida, un saludo fortuito, la emoción deslavazada que se hilvana por un encuentro breve, te observa, maravillada con la vida; en esta, la marcha tras un intercambio sencillo, apocopado, de vuelta a deshilarse mi sentido para ti, hilado en mí el de tu llegada.


La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

La mujer del hatillo

–Ave María purísima…

–Sin pecado concebida…

Y olor a suelo de madera viejo, al frío de la calle en el recibidor que se remezcla, áspero, con el aroma de esta casa. A mi izquierda, justo tras cerrar la puerta de entrada y verme enfrentada a los percheros, una cortina de flores me anuncia que, como en todas las visitas, toca descorrerla y enfrentar la oscuridad. No me importa esta negrura porque voy acompañada de un buen hombre narigudo, de ojos azules y chiquitajos y voz algo carraspeada por el humo del tabaco. No me importa el pasillo largo si mi abuela le contesta desde la cocina con ese tono cantarín de bienvenida a casa, descentrado, entonado por costumbre mientras la mente anda en otro sitio.


Cuenta dos (2022), en Editorial Graviola

El fragmento anterior es un adelanto de «La mujer del hatillo», relato publicado en la antología Cuenta dos (2022) con Editorial Graviola. La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

Oh, Peter

Una rosa ejerce de clavel.

Un narciso viste de margarita.

Y una azucena imita al girasol.

Ni qué decir tiene que siempre es al revés, que lo que se esfuma se disuelve en la brisa que atraviesa las rendijas de ventanas mal selladas en una tarde de otoño, y no la brisa – ya algo hermoso por naturaleza – lucha por convertirse en polvo.

Si es retórico lo que digo, el lector es consciente de la vida que se escapa por entre sus dedos al limitarse a viajar sobre palabras sin equipaje, apartar los papeles a un lado y recuperar la compostura antes ganada y recientemente perdida. No es difícil admitir que, desde hipocresía y poca luz en su formulación, las palabras pueden estar vacías de significado o parecerlo, como en un espejo roto y maltratado desgastado por el tiempo y ensuciado por la dejadez, ante los anteojos no graduados del personaje que se dispone a juzgar la belleza que intentan reflejar.

Por ello pretendo expresar una historia como ninguna otra, que vete a saber si, por algún casual, termina siendo una historia en toda su realidad.

Las licencias del escritor son magníficas, no tienes que conquistar el gusto de nadie para conseguir aprobación, aunque es, también, la gran perdición. Porque el que sí que es preciso enamorar es el propio parecer, y todos sabemos que enamorar no es fácil, a no ser que dejes fluir todo aquello que sucede entre tus cuatro paredes hacia el exterior. Y, dichosa la vida, solo unos pocos tenemos el honor de conseguir esculpir tal David. No reclamo tu creciente alabanza, para ello la mía propia que alegra eso que soy y que vive atrapada en un cuerpo con limitaciones. Por lo menos cuento con dedos que me permiten hacer volar las letras sobre el papel. De no ser por ellas sería imposible de soportar el pensamiento acuciante; no somos capaces de llegar al éxtasis emocional por nuestras propias limitaciones mentales. Y luchar contra eso en el día a día es complicado como un vasallaje para el caballero.

Suerte la mía. Que quiero y valoro lo que hago.

Peter vino y me llevó. Agarró a Campanilla de sus alas parpadeantes y, ante su atenta y enfadada mirada, se dedicó a espolvorear polvo de hada sobre mi cabello color olivo, instándome a pensar en cosas hermosas que no pasaran en lares cercanos a mi reducida habitación.

De niña siempre me decía que nunca viajaría al País de Nunca Jamás -quizás por el propio nombre-; que la vida estaba estructurada para no dejarnos ser tristes Niños Perdidos que no saben cómo desamedrentar días llenos y vacíos de monotonía.

Oh, de niña. Feliz infancia. Entonces no era consciente, pero pensaba aquello porque Peter sabía que yo no debía pensar en otra cosa en el momento, porque venía programada al revés de lo común. Peter sería necesario para mí, como para cualquier otro pequeño, cuando yo fuera pequeña.

Fui un infante, neonato, fui chiquitaja y crecí y decrecí al mismo tiempo. Porque mientras crecía me daba cuenta de que el punto de partida desde el que había empezado mi carrera había estado demasiado afianzado.

Peter esperó hasta el momento adecuado y, un día, a la noche, se apareció a mi vera mientras yo dormitaba pensando sobre todo aquello que sabía y no debería saber.

Oh, un Peter no como el de las películas. Mucho más maravilloso, un único Peter que se atrevió a atisbar tras unas cortinas que, probablemente, se habrían descorrido por sí mismas en un some time soon.

Considero que fue una gran elección, tomada y debida. No forzada pero indispensable.

Necesitaba encender una llama que, según creía, se había debilitado con una actitud desacorde al niño del globo azulado relleno de ozono, y necesitaba un salvadorcillo vestido de duende con pluma roja en el sombrero y puñal contra el dolor pendiendo del cinto.

A veces me aburro, incluso, de la tristeza con la que construyo las palabras.

Oh, Peter lo cambió.

Arrancó las sábanas que mantenían mi inmaculado cuerpo calentito en una noche fría y dura. No fue una fantasía, aunque podría haberme sentido satisfecha de haberlo sido.

Mi pijama de cuadros estaba acartonado en los límites del pantalón, como todo aquello que se sentía oxidado en una vida en la que, a veces, parecía que a alguien se le había olvidado reír por unos instantes.

Me gustan los pijamas de cuadros. Tengo uno rojo muy gocho. Así, como anotación.

-¿Quieres un dedal? -le pregunté.

Sonrió para sí mismo mientras rompía la expresión asombrosamente dulce y salvaje que había pintado su rostro cinco segundos antes.

-No quiero un mísero dedal, quiero también el hilo, y la aguja, y el paño sobre el que bordar.

Y entonces se lo di, fui al salón y saqué el costurero de mi madre y se lo llevé. Oh, cómo lo acarició. Yo sabía que tenía que haberme marchado con Peter mucho antes, pero también sabía que él no podía ser mi compañero de viaje hasta que no llegara el momento.

Yo sabía.

Yo sabía.

Tanto saber, tanto entender. Y total… para decidirme a volar entre la negrura de la noche hacia la segunda estrella al amanecer.

Y todo por no concebir un éxtasis en cuanto a alma hablando. Por fallar en una tarea y no sentirme triste por ello. Y porque Peter se decidió a venir.

Campanilla no estaba contenta, pero me daba igual.

.Déjame vivir, Campanilla, que no te quiero oír.

¡Uy, cuando se lo dije! Pobrecita, se enfadó tanto que en vez de dejarme atrás a mí se quedó ella, consigo misma, dentro de un cajón, con la llave echada, y gracias a su propio mérito. Pobre Campanilla…

Entonces Peter se olvidó de ella. Oh, Peter. Tenía esa dejadez que yo tanto ansiaba conseguir. Una, y otra, y otra vez. Pobre Peter. Feliz Peter. Pobre yo. O tal vez no. Salimos por el balcón que alumbraba mi pequeña habitación con la tenue luz de una llama incandescente a la que otros como yo habían decidido llamar Luna. Pobre Luna, siempre atada a ser servil a una causa que no era la suya. Pero yo por eso me escapaba.

Cuando llegué con Peter a vislumbrar un islote pequeño, redondo, con maravillosas tonalidades azules y verdes salvajes, y ver un barco pirata y sirenas nadando al compás de los cantares de las olas, lo poco que quedaba por liberarse lo hizo, entre algodones blancos que constituían nubes.

Oh, Peter. El único problema llegó cuando se percató de que se había dejado la sombra tendida sobre mi lecho.

Obviamente, me decidí a acompañarle. Tonta de mí, me había olvidado la maleta.

Y regresando al lector, tras esta probablemente desalentadora lectura, reclamo un minuto más de atención, más los veinte de reflexión que vendrán después.

Es un hermoso relato, ¿no es verdad? Habla de liberación y desgarre emocional. Y de cómo es imposible el escapar… Oh, tan hermoso.

Pero tú no piensas que es hermoso. No, no, no, no, no. Tú piensas que es sádico, incluso.

Puede ser. Para ti. Porque es probable que no encuentres el sentido a algo que no se ha vivido. Déjame preguntarte… ¿encuentras sentido al comienzo?

Una rosa ejerce de clavel.

Un narciso viste de margarita.

Y una azucena imita al girasol.

Desalentador, muy desalentador.

Sobre todo para el que sabe en qué lado de la regla se encuentra.