La quema

Crepita el fuego y pienso que cambiar de estado en este, mi mundo, tiene que ser hasta agradable si es la llama la que me lame y me quema la piel con su baile de seda en tul antigravitatorio. Pienso que antes que tarde, este tiempo es relativo, estaré ahí dentro, rodeada, seré el tronco, la madera, y la llama será lo último que me toque.

Parece suave, cuánto duele. Cuando muera, si me queman, ya no dolerá. Dios, por favor, que me quemen. No me dejéis para la putrefacción, gases que hinchan y carcomen, ni para los gusanos. Quemadme cuando muerta, quiero irme envuelta en caricia y vestida de elegancia.


La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

Tirar ceniza

Aferrar el polvo es como agarrar la arena cuando está fresca. Limpia. Suave y ligera pronto por la mañana. Es diferente porque te mancha la piel y la tiñe de dolor. De ausencia. Es igual porque es inerme. No te habla, ni te mira. Solo se escurre, cae, vuela y se va, y porque lo llevan.

Es distinta porque quieres verla así al mirarla. Porque la miras distinto, aunque en esencia no sea.

Cuando tiras ceniza intentas acariciar a la persona, pero el momento te roba tu tiempo. Entre grano y grano se te escapa entre los dedos. Alguna mota queda atrapada en el surco de tu palma, en la comisura de una uña. Son el recuerdo de la despedida en sonrisa, o en delirio, o en insomnio. De haberte llamado por tu nombre en vez de decirte «Abuelo». Son los rasgos que te vuelven a la mente, los sonidos, los ratos de antes de que no estuvieran. Mientras tanto, otros granos pasan a ser viento y el grueso busca la tierra, como cuando aún era vida.

Tirar ceniza es un acto de amor. Uno de los últimos y de los primeros. Uno de los más sencillos. De los más difíciles. Es decir adiós una vez más para poder empezar a decir hola. Es llorar el nudo en la garganta, gritarlo en silencio. Es intentar volver a lo que fue y no es, buscar color en la oscuridad. Es tener que aceptar que el sol siga brillando pero no ilumine, y dejarlo entrar, al menos a través de un par de rayos, por una ventana ahora entreabierta.

Tu ceniza se la llevó el río, junto a una casa, en medio del monte. Con un toro paseando por entre los caminos, casi en verano, un burro un poco más allá de una vereda. El agua era muy clara, muy limpia. Se veían las piedras del fondo del riachuelo, con su moho y sus pequeños peces. Contigo, pero sin ti, la corriente siguió cristalina, llena de luz. De brillo. Te acompañó la palabra y el sentimiento. Te acunó la inocencia de una infancia que ese día lo fue un poco menos.

Domingo

Lo veo ahí, junto a la puerta, apenas unos segundos después de mi entrada en la sala. Está rodeado de familiares: su hermana, a su derecha; su madre, sumida en una conversación con otro conocido. Su abuela, que llora en silencio, sentada en uno de esos tres sillones grises de la esquina. Está pálido. Y solo. Solo ante la marabunta que entra, conmigo en ella, a dar el pésame. Solo como su hermana y su abuela. Como su padre, que casi no alcanza a saludar y a dar las gracias. Pero no tan solo como su abuelo, tumbado, descansando tras el cristal.

Bahía

La bahía está sumida en un gran sopor. Como tantas otras veces.

Observándola desde el cabo que la coronaba, la bruma que descendía sobre la costa de la bahía traía una sensación de estupor inaudita. La brisa susurraba entre los recodos de las rocas carcomidas por la marea. El salitre del océano viajaba, camuflándose con el aire, buscando atentos olfatos que lo distinguieran de su acompañante. Creando una sensación de soledad para quienquiera que fuese lo suficientemente diestro como para entenderlo.

La caída del crepúsculo dejaba tras de sí gotas de rocío que, en cuanto rozaban su estructura cristalina contra los rugosos muros rocosos que erigían el cabo, quedaban convertidas en una fina y sobria capa, en una cortina que hacía resplandecer ligeramente las grandes piedras con el reflejo de las últimas luces del ocaso.

٥

Estudio los granos de arena que cubren la playa. Insignificantes. Hermosos. Fuertes.

Las olas rompen en la orilla y dejan dunas a su paso y retirada. Los granos de arena se transforman, se unen y forman una única creación. Compacta. Sólida.

Los comparo con los que aferro en mi mano, los que acaricio a ambos lados de mis dos campos de visión. Los míos están impasibles. Los de la orilla, convertidos. Y es que nada termina sin dejar consecuencias.

§

Desde las distancias.

Él presentó extroversión. Yo contesté inquietud. Él propuso tranquilidad. Yo respondí duda.

Se me acercó.

El momento en sí era eufórico. Una fiesta de primavera. Un canto a la alegría, a la algarabía. Una sensación de júbilo incesable.

Miraba a mi alrededor y lo único que veía eran ojos brillantes bañados en lágrimas que no se llegaban a derramar. Bañados en cristales de swarowski.

Vestidos maravillosamente cortos, gritando al sol una plegaría. Suplicando un baño de vitamina C.

§

Temporalmente, nada ha cambiado notablemente. Poco. Nunca se puede decir nada. Todo cambia de un segundo a otro.

Miro con tristeza la marea ascendente. En poco, la bruma me ha helado los huesos y la humedad ha calado el algodón de mi chaqueta.

§

Alto, delgado. Moreno. Con rastras que caían prácticamente hasta su cintura. Misterioso. Un ser alternativo. Vaqueros desgastados, camiseta verde vejiga y sandalias de cuero.

Es irónico cómo en el momento no me pregunté más por el porqué de todo ese aspecto de chico místico.

Pulseras de cuero. Muchas. Finas. Algún abalorio de madera en alguna rastra. Un aro pequeño en la nariz. Tres o cuatro collares. Uno es un crucifijo.

§

La hipocresía me ha costado mucho, tanto que no sé porqué no la he suprimido en mi vida. Supuestamente no la elimino porque es una parte de mí. Hipotéticamente, soy única. La única verdad es que me hace vivir con una careta de constancia.

Retiro mi mirada perdida en el horizonte y la sitúo en mi redondeada muñeca. Los hilos entrelazados crean una hermosa trenza sobre otra más. Cierro los ojos. Busco y los encuentro. Enredo mis dedos con los flecos de cuero libres del nudo de mi pulsera.

§

Cámara lenta.

§

Voy recordando. Sarcástico, soy de esas personas que recuerdan las situaciones inesperadas a cámara lenta y no a cámara rápida. Extraño.

§

Giró. Su pelo se movió al son de sus hombros. A punto de entablar un lazo mediante un simple saludo. Se esfumó. Perjuré y alabé a la vez.

§

Soy atea. Era atea. Nunca entenderé cómo cambió todo. Solo sé que cambió. Lo consiguió.

§

Al rato volvió. Solo.

Yo sola. Él solo. Y el final del día.

Lo radiografié entero de nuevo.

§

Ese es uno de los problemas de la hipocresía. Siempre ojo avizor por si se da el caso en el que te puedas sentir amenazada. Buscando herramientas. Armas. Siempre.

§

Me encontré mirando sus ojos. Investigando, una vez sumergida en ellos, todo lo que tenían que ocultar. Un alma pura. Me desconcertó. Bruscamente intenté irme.

La angustia se cernía sobre mi pecho. Recogía mi corazón con un puño de acero inexpugnable. No entendía por qué me agobiaba tanto aquel muchacho ingenuo. La desesperación cayó sobre mí. Me giré con los ojos muy abiertos. Poca coordinación en el movimiento. Caí al suelo. Se acercó y me ayudó a levantarme. Sus ojos oscuros como el cobalto se tornaron hacia los míos. El crucifijo me rozó la piel. Lo rechacé instintivamente. Denotó curiosidad. Denotó seguridad. Caló una chaqueta de punto sobre mis desnudos hombros y me acompañó.

§

No consigo recordar a dónde llegamos. Estaba ocupada pintándome una nueva careta. Por si acaso.

§

Charlamos banalidades, me acompañó un trecho y se fue. Así, como había venido. Tenía tan mal sabor de boca que no… Dejé de pensar. Llegué a casa, subí a mi habitación, le olvidé y dormí.

§

No sé cómo me aguantó. Aunque tal vez esa no sea la pregunta. La pregunta ideal sería… ¿por qué se fijó en mí? Era una insignificante niña vestida de tul perdiendo la cabeza en una fiesta inocente. Pintada de seriedad y desconfianza. Atea. En cambio, él era uno de esos independientes, de los que no les importa lo que digan. De los que defienden sus derechos. Cristiano. Y de todas las chicas que había se tuvo que acercar a mí.

§

Amaneció y con las primeras luces del alba salí de casa. La careta de la fiesta anterior: reservada. Salí a pasear por la playa. Otra vez.

“It’s miserable and magical… Everything will be alright if you keep me next to you… I gotta have you…”

Tarareé una canción, saltando fragmentos. Sin prestar atención. A lo lejos vi un muchacho con rastras y una guitarra. Conforme me acercaba me callé y escuché.

Se giró. Mi cristiano.

Pasé de largo y no me siguió.

§

A todo el mundo le gusta lo bonito y común. La belleza de televisión. No podía esperar que existiese ese alguien regido por otros criterios. Alguien que consiguiera descubrir mi antifaz.

§

Pasé y me lo encontré de nuevo. Una y otra vez. Me di cuenta de cómo parecía que fijarme en él en una fiesta lo había atado a mi destino irremediablemente. Supe que así era cuando me encontré con una de sus innumerables pulseras atada a mi muñeca.

§

Me doy cuenta de que, todavía, no he abierto los ojos. He de admitir que me da miedo. Sentirlo tan cerca con una triste cuerda de cuero. Tan triste. Todavía sigo agarrando como una posesa ese fleco que me ha regalado la vida y mi propio ser. Todo lo que no siento es lo que puedo dejar ir. Es algo que he aprendido con el tiempo. Algo que él me enseñó.

§

Consiguió hacerse con mi confianza. No era el más indicado para ello, con sus pintas extrañas y su sensibilidad mezclada con fe. Yo, con mi poca mentalidad abierta, no podía entenderme a mí misma. Estaba harta de eso. Conversamos. Reímos y pensamos. Caminamos, todos los días. Playa arriba, playa abajo. Nos sentamos en la arena. Compartió su música y sus pulseras. Compartió sus pensamientos. Y un día, cansado de mi poca soltura, descubrió mi máscara.

§

Aún recuerdo cómo se fijó cuidadosamente en mi mirada en cuanto acusó de hipocresía mi persona. Recuerdo que las lágrimas que se derramaron de mis ojos no fueron porque me hubiera atacado, sino porque había descubierto la inseguridad que rebosaba por mis arterias. Todo lo malo que me sobraba.

§

Desterró todas las máscaras que yo tan cuidadosamente había creado, dando forma a una nueva personalidad. Eliminó ese clon maligno que me impedía verme a mí misma Las quemó todas.

§

En el momento no sabía si agradecérselo o no. Ahora veo que es de lo mejor que me dio. O que me quitó.

§

En cuanto me vio se alejó del grupo de gente y se vino a mi vera. Estudió mis facciones con una nueva mirada. Yo la vi distinta, por lo menos. Las perlas de su rostro presentaron extroversión. Esta vez no contesté inquietud, sino interés. Sonrió y propuso tranquilidad. Yo respondí seguridad.

Un día le pregunté por su fe. Me sonrió como tantas otras veces, se tumbó y miró las nubes. Después se dio la vuelta y miró la arena. Alzó la mirada más allá del horizonte y volvió a mirar.

Me lo explicó. Con palabras. Con sensaciones. Con ejemplos. Hablamos toda la tarde y toda la noche. Toda la semana y todo el mes. Hablamos hasta que consiguió explicar todo lo que significaba para él. Había sido su vida entera mucho tiempo, tenía de lo que hablar.

Me enseñó a escuchar con respeto aquello que no compartía. Lo intenté. Lo logré. Supongo que lo logré porque no me desagradó lo que oí. Me gustó. Me enamoré de lo que me contó. De sus experiencias y de sus teorías. Le quité la única careta que llevaba y me la explicó. Con la simple diferencia de que su careta era buena, yo no la quemé. Pasó a cobrar un nuevo sentido. Todo para lo que él vivía. Tantas veces hablamos de mi carencia de creencias, de mi carencia de todo. Hablaba yo y él escuchaba. Por una vez compartió él desde su profundidad todo lo que tenía. Y me encontré compartiéndolo con él. Me ayudó, me apoyó. Nos unimos definitivamente. Transformamos ese lazo indestructible pero fino e ignorable en el más seguro de los puentes de uno a otro, con un puerto a cada lado.

Lo que tuvimos, lo tuvimos. Juntos y en seguridad. No supe muy bien lo qué era hasta que tuve que ver uno de los dos puertos derrumbarse. Su puerto.

§

Me conocía bien. Todo de lo que yo carecía lo tenía él. Fue muy triste verle marchar.

§

Me di cuenta de que el amor mata. Descubrí que él había conseguido ser una parte de mí porque me había ayudado a recrearme. Me había aguantado y soportado. Había evitado que la marea me llevara.

Habría dolido menos si se hubiera marchado por voluntad propia, de otra manera. Habría dolido menos que no hubiera marchado. Tal vez tenía que marchar. Tal vez estaba predestinado que me diera cuenta de que le amaba, de que sería la única persona que me querría de vuelta a la noche y la única que me sacaría de las tinieblas si volvía a caer en ellas. Podría haber existido otra manera de darme cuenta de aquello sin torturarme en una oscura habitación en la que no había salida.

§

Soy el mejor ejemplo de debilidad humana. Sé que lo soy. Parece que estoy pensada para ser un modelo a no seguir. Tal vez lo único que pretende quien quiera que me creara es ver hasta dónde puede llegar la voluntad humana por vivir. De ser así le aconsejaría que, la próxima vez, creara una máquina sin sentimientos, ya que es como la va a tratar.

Estoy segura de que no le gustaría. Me diría que Él no quiere que sufra. Que son las elecciones en la vida las que me han llevado a esta situación. Tal vez tendría razón. No lo sé. Le revocaría la opinión con “¿Y por qué tú estás así si no te has equivocado una sola vez?”

Bastante hizo con hacerme creer. No le dio tiempo a hacerme creer que también es bueno. Sé que ya lo creo por mi cuenta, sé que no le odio a Él sino a mí misma. Sé todo esto y mucho más. También sé que cuando me vi separada de él, cuando quise cruzar al otro lado del puente y me encontré con un final sin salida, rescaté una de mis caretas de entre las cenizas: la de echar toda la culpa a lo de alrededor. La culpa de mi desgracia y de mi desdicha, a los vecinos de planta.

Es insoportable estar a mi lado. No me importa. El único que podría estar a mi lado de verdad es él y no va a volver. No puede volver.

Abro los ojos. Prácticamente ha anochecido. Había vuelto a la bahía un par de veces desde que me encontré sola y despechada, pero nunca de este modo. Nunca dispuesta a recordar y a dejar ir. Tenía y tengo miedo. Duele saber que, dejando un par de pensamientos pasearse por tu mente, todo tu mundo se derrumbará. No me engañó, lo único que me va a doler de verdad es la falta de comprensión. Fue un regalo que se hizo él a sí mismo de mi parte cuando me conoció y se lo llevó consigo a dondequiera que esté. Si es que está en algún sitio.

Me odio, y no por lo que soy. Sino por lo que era y nunca más voy a conseguir ser. Otra de las tonterías del ser humano: cúlpate a ti mismo por todo lo que no puedes controlar, por el simple hecho de que no eres lo suficientemente poderoso como para hacerlo.

Trato de dibujar su rostro en la arena. No le hago justicia.

Finalmente, bajo los tibios rayos del sol y el clamor del romper de las olas en la orilla, entierro el boceto bajo los granos de arena. Bajo los granos de arena que me lo vedaron.

٥

Observándola desde el cabo que la coronaba, se veía la bruma alejarse de la playa en la que se había instaurado aquella misma tarde. El estupor desaparecía poco a poco y no había manera humana de no sentir despedida en aquel lugar. Poco a poco la costa quedó despejada de todo lo desagradable que la había poblado por unas horas, diciéndole “hasta luego”.

El principio del anochecer esclarecía los restos de luz cálida que reservaban las rocas que erigían el cabo. Los transformaba en luz fría. El oleaje rugía enfurecido y chocaba contra los muros de aquella fortaleza natural. La humedad se acomodó en las rocas y cubrió la arena como sustituta de la bruma. Nubes que amenazaban tormenta denotaban todo lo que habían absorbido en una tarde de duelo. Lo dejaron caer.

A lo lejos, desde el cabo, se veía una figura alejándose de la orilla. Caminaba con pasos confundidos, como si no supiera hacia dónde ir.

٥

Tengo una sensación predominante. Es la sensación de desamparo que se instaura en tu ser cuando no sabes de dónde vienes o a dónde esperas llegar.

§

La bahía está sumida en un gran sopor. Como tantas otras veces. Ese sopor va teñido de tristeza.