Llaman al timbre, va y abre la puerta; suena un saludo, acunado por una risa suave. Es ella, una chica, la que estábamos esperando.
Dos pasos cruzan el pasillo y vuelven a volar sobre él. El balcón se ha cerrado solo, presuroso, y el visillo se ha corrido de golpe.
No hay palabras, solo tono y armonía. Qué voz más suave, más recogida. Más tibia. Parece que por el salón hubiese entrado una nube blanca y azul y rosada y amarilla; y que, ligera, acolchada, pomposa, aireada, se estuviese paseando por la casa.
Es voz de cuento, de niña bonita.
Se escurre una risa grave. Dulzura. Sonrío.