Un moisés de ratán

Qué tierna tu sonrisa genuina, desatendida de todo lo anterior, lo que hice y lo que hicieron, suave tu palma alrededor de mi índice. Y tus ojos, los de tu casa, azul abierto y profundo, tan brillantes, que atienden al ahora, continuo frenesí. Un instante de posibilidad en la rueda, esta la mía, que gira y pasa, recuerda, te encuentra, bienvenido al mundo, chiquito, en otra vida quizá un hospital; qué suerte, familia; las ecografías, algún patuco, babero, un moisés de ratán ahora acunado en una salve callada. En esta vida, un saludo fortuito, la emoción deslavazada que se hilvana por un encuentro breve, te observa, maravillada con la vida; en esta, la marcha tras un intercambio sencillo, apocopado, de vuelta a deshilarse mi sentido para ti, hilado en mí el de tu llegada.


La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

La quema

Crepita el fuego y pienso que cambiar de estado en este, mi mundo, tiene que ser hasta agradable si es la llama la que me lame y me quema la piel con su baile de seda en tul antigravitatorio. Pienso que antes que tarde, este tiempo es relativo, estaré ahí dentro, rodeada, seré el tronco, la madera, y la llama será lo último que me toque.

Parece suave, cuánto duele. Cuando muera, si me queman, ya no dolerá. Dios, por favor, que me quemen. No me dejéis para la putrefacción, gases que hinchan y carcomen, ni para los gusanos. Quemadme cuando muerta, quiero irme envuelta en caricia y vestida de elegancia.


La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

Pan de muerto

Pan de muerto, boca salada y

sequedad en la piel.

Que hace un tiempo que marchaste,

pan de muerta, miga seca,

y quedamos esperando esta y yo, yo y aquella,

un regreso irreverente.


La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

La mujer del hatillo

–Ave María purísima…

–Sin pecado concebida…

Y olor a suelo de madera viejo, al frío de la calle en el recibidor que se remezcla, áspero, con el aroma de esta casa. A mi izquierda, justo tras cerrar la puerta de entrada y verme enfrentada a los percheros, una cortina de flores me anuncia que, como en todas las visitas, toca descorrerla y enfrentar la oscuridad. No me importa esta negrura porque voy acompañada de un buen hombre narigudo, de ojos azules y chiquitajos y voz algo carraspeada por el humo del tabaco. No me importa el pasillo largo si mi abuela le contesta desde la cocina con ese tono cantarín de bienvenida a casa, descentrado, entonado por costumbre mientras la mente anda en otro sitio.


Cuenta dos (2022), en Editorial Graviola

El fragmento anterior es un adelanto de «La mujer del hatillo», relato publicado en la antología Cuenta dos (2022) con Editorial Graviola. La banda sonora y mezcla son de Adrián Resa López de Aguileta. El texto, voz y fotografía, de Miriam Huárriz Gúrpide.

Escalera

A veces vuelvo a esa escalera de madrugada, escalera de sombra, de reloj. Me siento, desnivel de un escalón, y eres recogido tú y tu olor. Me recuesto contra tu hombro, ahora mi almohada, y levanto la barbilla. Eres casa: casa con chimenea como el rojo de tu barba, como el castaño de las pecas que te surcan la nariz.

El suelo está frío y la madera nos sabe a alcohol. Cuando sé que te inclinas reacciono, me olvido de la ventana, no existe, la luz, los vecinos, nadie, y recojo tu suavidad con la mía. La abrazo, te quiero, apenas un beso, dulce, muy dulce, ligero.

Pero estoy sola, ya es de noche, otra noche, y tú, que fuiste más, requemado tras un beso no correspondido, y yo, que soy ausencia de ese tacto y ahora en ti fútil recuerdo.

Selva de cigarras

Tengo una bomba cargada en la mandíbula, ahí en el espacio entre la cara y el lóbulo de la oreja. Su timbre, es un tictac contrarreloj, resuena en mi tímpano: un pitido como canto de cigarra, errático, que se extiende hasta la frente por la sien y me baja por el cuello hasta la primera contractura de la espalda. Solo en la mandíbula derecha, aunque la inquietud desosegada me reviente todo el cráneo, lo habite inexorablemente. Por qué ya no, por qué yo todavía, por qué ya nada. Por qué cada puto despertar y cada puto amanecer aquí, en mi cabeza. Por qué aún, pero ya nunca. Y hoy es siempre todavía, de pasado presente y ausente al mismo tiempo.

Me recorre esta cigarra. Se asienta a sus anchas, lleva años aquí, y bate alas y despierta como buscando aparearse. Si no acierto con la bomba, si no agoto, entierro, resuelvo por un rato sus preguntas, llegan más bichejos. No la desarticulo, la cigarra está enojada, duele, pita, agota.

Ya no estoy aquí. Estoy en el monte, mi monte: un jardín errático, una selva de cigarras.

Nombre

No sé si tienes idea, pero es una vocecilla que te resuena cuando te levantas, y mientras las toses del bus, y te distraes un rato y parece que se va, pero inesperadamente vuelve. Es ese silbido constante que te recuerda que alguien en algún lugar vive. Y tu cabeza viene y va y se despista y se concentra con el eco suave de un nombre que, como el aire o el ruido de una bocina o un tropezón, gana decibelios, pasa a un primer plano, toma posesión de ti, de lo que eres o fuiste, pero lo domas, siempre en doma, y lo vuelves a guardar en el cuarto. Un cuarto con cama, sábanas deshechas y fotos y mensajes escritos y dichos en una voz perfectamente reconocible, en una letra perfectamente legible. Aprendes a vivir con ese nombre siempre en segundo o en primer plano.

Quiero

Quiero el sol, ese sol. El que te ilumina la mejilla y atraviesa la profundidad azul de tu mirada descubriendo cuevas recónditas en el lagrimal de tus ojos. Quiero tu sol, el que salta como rayo de luz de pestaña a pestaña, juguetón como el rocío en punta al filo de la hoja. Quiero el sol caliente, bello, templado, suave, susurrante, que se posa en tu sonrisa y labio encarnecido; quiero abrazarlo con la boca y sentir que a mí también me baña la luz que te recorre.

Bicho sobre calendario

Había un bicho caminando por mis días. Recorrió el pasado, pasó por un seis de julio. Salió a la nada, al éter, a lo inocuo; giró la página por el canto y voló a mi futuro. Un bicho muy pequeño, blanco, de alas de papel. Un bichito con el potencial de volar.

Señor con bastón

Un bastón atento gira sobre sí mismo. Adelante, medio círculo hacia la izquierda. Recto en su sitio. Tap tap en el suelo. Vuelta a girar.

Las manos que lo sujetan son recias. Cuando las tocas la piel es suave en las yemas de los dedos, rugosa alrededor de los nudillos, por los laterales. Son dedos anchos, con uñas grandes y alargadas, rectangulares.

El señor con bastón preside la mesa. Mayor, encorvado sobre sí mismo. La silla de madera es más alta que él y su boina. Está callado, no le gusta el ruido. En algún momento suelta un gruñido malhumorado ante el alboroto familiar. Luego llega alguno de sus nietos, el pizpireta chiquito, o el cariñoso alto, o la nieta con su alegría, o el segundo por la cola, con su temple y sonrisa tímida, y se le va el tono gruñón. Resopla, los mira fijamente y sonríe con media boca hacia la izquierda. Y entonces alarga el brazo, los agarra con la mano firme y los acerca hacia sí. Los mira unos segundos más que parecen parar el tiempo hasta que recuerda que tiene comida caliente en el plato y con una chapadita en la mejilla, donde pille, vuelve a comer.

No recuerdo bien la primera vez que vi al señor con bastón. Sí una intermedia, en una comida en medio del campo. Él, huido del gentío, sentado en un banco de piedra contra la pared de la iglesia que presidía el encuentro. Respirando paz. Buscando sonrisas.

Siempre me sugirió calma. Miraba y parecía que veía más allá, como aquella penúltima vez cuando me perdí en sus ojos. Me agarró de los brazos y me apretó fuerte, sonriendo.

–Quiere un abrazo –me dijo el nieto.

Lo abracé. Siguió sonriendo un poco más, me quitó la mirada y se fue a celebrar un cumpleaños en torno a la mesa. Yo salí contenta por la puerta, relamiéndome entre la nata y las fresas. Serena.

La última vez que lo vi fue hace un par de meses, en un vídeo. Estaba en su salón, contra un reloj de pared. La boina bien calada, mirada algo perdida y el bastón, girando sobre sí mismo, contra suelo de madera y su palma arrugada.

Mientras trasplanto este arbusto pienso en él, que hoy ya no es. Las hojas redondas, verdecitas, de muchos tonos; una pequeña luz en el día en el que se ha marchado.

La voz bonita del cuarto de al lado

Llaman al timbre, va y abre la puerta; suena un saludo, acunado por una risa suave. Es ella, una chica, la que estábamos esperando.

Dos pasos cruzan el pasillo y vuelven a volar sobre él. El balcón se ha cerrado solo, presuroso, y el visillo se ha corrido de golpe.

No hay palabras, solo tono y armonía. Qué voz más suave, más recogida. Más tibia. Parece que por el salón hubiese entrado una nube blanca y azul y rosada y amarilla; y que, ligera, acolchada, pomposa, aireada, se estuviese paseando por la casa.

Es voz de cuento, de niña bonita.

Se escurre una risa grave. Dulzura. Sonrío.

Duermo

Besos delicados frente, nariz, punta de nariz, frente, ceja, carrillo. Suaves, tus labios contra mi piel despertando. Ternura, inmensidad.

Me dejé sentir dormida un poco más, un segundo y otro del amanecer.

Estiro el momento. Tanta felicidad. Tanta plenitud. Manifiesto mi conciencia rozando mi punta de nariz contra tu cara, entre un beso y otro de los que me das.

Te besé. Desconocida. Ahora sé que además de con amor besabas con miedo de pérdida.

Tirar ceniza

Aferrar el polvo es como agarrar la arena cuando está fresca. Limpia. Suave y ligera pronto por la mañana. Es diferente porque te mancha la piel y la tiñe de dolor. De ausencia. Es igual porque es inerme. No te habla, ni te mira. Solo se escurre, cae, vuela y se va, y porque lo llevan.

Es distinta porque quieres verla así al mirarla. Porque la miras distinto, aunque en esencia no sea.

Cuando tiras ceniza intentas acariciar a la persona, pero el momento te roba tu tiempo. Entre grano y grano se te escapa entre los dedos. Alguna mota queda atrapada en el surco de tu palma, en la comisura de una uña. Son el recuerdo de la despedida en sonrisa, o en delirio, o en insomnio. De haberte llamado por tu nombre en vez de decirte «Abuelo». Son los rasgos que te vuelven a la mente, los sonidos, los ratos de antes de que no estuvieran. Mientras tanto, otros granos pasan a ser viento y el grueso busca la tierra, como cuando aún era vida.

Tirar ceniza es un acto de amor. Uno de los últimos y de los primeros. Uno de los más sencillos. De los más difíciles. Es decir adiós una vez más para poder empezar a decir hola. Es llorar el nudo en la garganta, gritarlo en silencio. Es intentar volver a lo que fue y no es, buscar color en la oscuridad. Es tener que aceptar que el sol siga brillando pero no ilumine, y dejarlo entrar, al menos a través de un par de rayos, por una ventana ahora entreabierta.

Tu ceniza se la llevó el río, junto a una casa, en medio del monte. Con un toro paseando por entre los caminos, casi en verano, un burro un poco más allá de una vereda. El agua era muy clara, muy limpia. Se veían las piedras del fondo del riachuelo, con su moho y sus pequeños peces. Contigo, pero sin ti, la corriente siguió cristalina, llena de luz. De brillo. Te acompañó la palabra y el sentimiento. Te acunó la inocencia de una infancia que ese día lo fue un poco menos.

Koldo

De repente hay un cachorro sobre una toalla. La perra sigue jadeando un poco. Son las tres de la mañana.

Limpia el bicho. Es marrón, del tamaño de la palma de una mano. La del marinero en la que se recoge, aún sin ver, manchado de líquido amniótico. Marinero de su balcón de doble puerta y balaustrada blanca con claveles rojos. Clavel español, balcón de marinero vasco.

La perra lo lame. Luego se lava y él lava al cachorro. La palangana lleva cincuenta minutos de final de parto preparada sobre el papel de periódico: el agua ahora está tibia. Con otra toalla lo seca. Tiene manos de piel dura, dedos anchos y uñas de trabajador cuidadas. Ha guardado la toalla más suave para él. Igual no ha sido buena idea. Refunfuña para sí. El cachorro se estira contra su palma. Suave también.

No tiene cola. Apenas. Roque.

Con bostezo abre una bolsa de basura, retira la placenta. Coloca al animal contra su madre. Busca teta con su hociquillo de un centímetro. Prende y succiona. Koldo se va a dormir.

Es un señor que vive solo. Su salón se ve cuando levanta las persianas blancas, de ocho a ocho cada día. Tiene unas cajas de cartón apiladas, un reloj de pie. Hay poca luz. En las tardes de buen tiempo saca una silla al balcón de doble puerta por la de la izquierda y se sienta al sol bajo las banderas de los presos. Siempre lleva pantalones blancos y algo oscuro arriba. Verde. Tiene la barba crecida, completamente blanca, y el cabello inamovible. Marinero de piel dura, morena. Canoso; ojos sencillos y solitarios buscando compañía.

Con la perra y con el perro en el suelo, en cama de algodón, se sienta en un taburete. Cierra los ojos a la brisa de un casco viejo sin mar. Levanta la barbilla hacia la nube que, resiliente ante la primavera, recorre la calle azul.

Desde enfrente miran su balcón. Su perrita. Buscan el cachorro. Una chica joven.

–¿Queréis verlo? –pregunta.

Lo levanta en una mano. Morena, palma blanca. Bichito pardo. Se ve poco desde enfrente. Pero es bonito.

La perra levanta el hocico, lloriquea suave y un segundo. El cachorro se retuerce, buscando el calor del pelo y del seno maternal.

–¡Es muy feo!

Mira algo sorprendido las caras de incredulidad de los de enfrente. Después escucha que es precioso, parece reírse para sí, y suave lo devuelve a su nido.

Fumador

Entre un baile y otro baile, huele a tabaco. No me desagrada.

Desaparece entre la gente al ver a una, dos amigas. Pasos, nuestros ojos siguen el camino que en zapatos, vaqueros, camisa de universitario con vida de campus, ha seguido esbozando una sonrisa. Porque sonríe con aplomo.

Los que quedamos bailamos, aunque con menos ahínco.

–Qué voz –me grita una amiga al oído, agarrándome de la muñeca y acercando mi rostro a su cara, iluminada entre el humo, las luces de neón y el efecto de, ¿cuántas?, al menos un par de copas de más.

No sé si es suficiencia, o satisfacción. Pero yo ya lo había avisado. Él vive con la garganta que se destroza entre cigarros. O será el tabaco lo que le da ese tono rasgado, profundo.

Perdemos ritmo en un corro desmembrado. La música empieza a sonar igual.

«Estará en la sala de fumadores», me digo. Preguntándome cómo liará en el aire un pitillo con lo complicado de la técnica.

–Haces así como que le das un masajito al tabaco… Está cómodo, ahí. Entonces lo cierras, le pones la manta pa que no pase frío y empiezas: «Ah, nana… ¡nanana na…!»

Parece que me lo hubiera explicado hace más de apenas unas horas. El tiempo por la noche cuenta diferente. Transcurre diferente.

Empiezo a empujar, creándome un pasillo pequeño entre los cuerpos, que no gente, contorsionándose a mi alrededor. El círculo, ya completamente desmembrado, me sigue.

Pasamos seguridad y me encuentro a puertas de un espacio cerrado, completamente ocluido, al que no puedo pasar. De paredes amarillas y sucias, con gente de mirada extraña. Observo desde el umbral de la entrada, busco. Giro la cabeza hacia la derecha y lo veo, levantando el cuello hacia el techo, exhalando una nube de humo. Lo llamo, me mira. Sonríe. Altivo, resabido. Gracioso.

–Me vas a deber unas cuantas salidas más, estás más fuera que dentro –le increpo, con la ceja levantada, media sonrisa en la cara.

Me agarra la mano, empezamos a bailar, y coge y me dice que no bailo tan mal como decía que bailaba.

Domingo

Lo veo ahí, junto a la puerta, apenas unos segundos después de mi entrada en la sala. Está rodeado de familiares: su hermana, a su derecha; su madre, sumida en una conversación con otro conocido. Su abuela, que llora en silencio, sentada en uno de esos tres sillones grises de la esquina. Está pálido. Y solo. Solo ante la marabunta que entra, conmigo en ella, a dar el pésame. Solo como su hermana y su abuela. Como su padre, que casi no alcanza a saludar y a dar las gracias. Pero no tan solo como su abuelo, tumbado, descansando tras el cristal.

Baile de pasillo

Me toma la mano y, alzándola en el aire, me empuja hacia sí con suave ímpetu. Queriendo disimular su impulso en el atrezo de una broma. Mis pies toman base en el espacio que hay entre los suyos, y despegan en el momento en el que empieza a moverse, una vez ya ha hecho lo oportuno para que subiera mi otra mano a acariciar la piel que hay bajo su hombro.

Damos pasos acunados por su tarareo pícaramente intencionado -se supone-, cuidadosamente medido en realidad.

Miro hacia arriba, llena de sentimiento, llena de calma, y de luz, y de compenetración. Me devuelve la mirada y olvida lo poco que había de teatro en su gesto: solo baila. Nos besamos y hay ternura, ternura en nuestros ojos rasgados de sonreír, chispeantes, que se encuentran los unos en los otros.

Y entonces me hace girar por el estrecho pasillo.