Bicho sobre calendario

Había un bicho caminando por mis días. Recorrió el pasado, pasó por un seis de julio. Salió a la nada, al éter, a lo inocuo; giró la página por el canto y voló a mi futuro. Un bicho muy pequeño, blanco, de alas de papel. Un bichito con el potencial de volar.

Saber sentarse

El encanto lo tiene un cielo negro en el cine. Uno bajo el que no se pasea, solo se busca el acuerdo. Se reparten los tobillos y la palma cae sobre los reposabrazos.

El cine une en oscuridad. Es un pacto tácito, el derecho a la detención mutua entre quienes buscan, sin decirlo, sentarse lado a lado. Entre quienes dejan pasar a otros y se encuentran para igual ni siquiera tocarse imagen tras imagen.

El cine es un encuentro primerizo que acaricia una nuca de pelo ondulado, algo rojizo, y seca una lágrima con una risa suave, de fondo de garganta y de “estoy”. Y de te quiero. De principios, con final. Pero ahora.

Igual el cine lo pensaron para eso: para agarrarse al antebrazo del acompañante, relajado pero fuerte y seguro, atrás en la última fila, y acariciar la suavidad de los pelos que lo surcan. Para llegar a su mano y tomarla, y que sea el doble de grande que la tuya. Y que te acune la cara y te recoja. Y tú guardes el momento para siempre.

Igual el cine fue un beso. O fue muchos.

La voz bonita del cuarto de al lado

Llaman al timbre, va y abre la puerta; suena un saludo, acunado por una risa suave. Es ella, una chica, la que estábamos esperando.

Dos pasos cruzan el pasillo y vuelven a volar sobre él. El balcón se ha cerrado solo, presuroso, y el visillo se ha corrido de golpe.

No hay palabras, solo tono y armonía. Qué voz más suave, más recogida. Más tibia. Parece que por el salón hubiese entrado una nube blanca y azul y rosada y amarilla; y que, ligera, acolchada, pomposa, aireada, se estuviese paseando por la casa.

Es voz de cuento, de niña bonita.

Se escurre una risa grave. Dulzura. Sonrío.

Duermo

Besos delicados frente, nariz, punta de nariz, frente, ceja, carrillo. Suaves, tus labios contra mi piel despertando. Ternura, inmensidad.

Me dejé sentir dormida un poco más, un segundo y otro del amanecer.

Estiro el momento. Tanta felicidad. Tanta plenitud. Manifiesto mi conciencia rozando mi punta de nariz contra tu cara, entre un beso y otro de los que me das.

Te besé. Desconocida. Ahora sé que además de con amor besabas con miedo de pérdida.

Tirar ceniza

Aferrar el polvo es como agarrar la arena cuando está fresca. Limpia. Suave y ligera pronto por la mañana. Es diferente porque te mancha la piel y la tiñe de dolor. De ausencia. Es igual porque es inerme. No te habla, ni te mira. Solo se escurre, cae, vuela y se va, y porque lo llevan.

Es distinta porque quieres verla así al mirarla. Porque la miras distinto, aunque en esencia no sea.

Cuando tiras ceniza intentas acariciar a la persona, pero el momento te roba tu tiempo. Entre grano y grano se te escapa entre los dedos. Alguna mota queda atrapada en el surco de tu palma, en la comisura de una uña. Son el recuerdo de la despedida en sonrisa, o en delirio, o en insomnio. De haberte llamado por tu nombre en vez de decirte «Abuelo». Son los rasgos que te vuelven a la mente, los sonidos, los ratos de antes de que no estuvieran. Mientras tanto, otros granos pasan a ser viento y el grueso busca la tierra, como cuando aún era vida.

Tirar ceniza es un acto de amor. Uno de los últimos y de los primeros. Uno de los más sencillos. De los más difíciles. Es decir adiós una vez más para poder empezar a decir hola. Es llorar el nudo en la garganta, gritarlo en silencio. Es intentar volver a lo que fue y no es, buscar color en la oscuridad. Es tener que aceptar que el sol siga brillando pero no ilumine, y dejarlo entrar, al menos a través de un par de rayos, por una ventana ahora entreabierta.

Tu ceniza se la llevó el río, junto a una casa, en medio del monte. Con un toro paseando por entre los caminos, casi en verano, un burro un poco más allá de una vereda. El agua era muy clara, muy limpia. Se veían las piedras del fondo del riachuelo, con su moho y sus pequeños peces. Contigo, pero sin ti, la corriente siguió cristalina, llena de luz. De brillo. Te acompañó la palabra y el sentimiento. Te acunó la inocencia de una infancia que ese día lo fue un poco menos.

Koldo

De repente hay un cachorro sobre una toalla. La perra sigue jadeando un poco. Son las tres de la mañana.

Limpia el bicho. Es marrón, del tamaño de la palma de una mano. La del marinero en la que se recoge, aún sin ver, manchado de líquido amniótico. Marinero de su balcón de doble puerta y balaustrada blanca con claveles rojos. Clavel español, balcón de marinero vasco.

La perra lo lame. Luego se lava y él lava al cachorro. La palangana lleva cincuenta minutos de final de parto preparada sobre el papel de periódico: el agua ahora está tibia. Con otra toalla lo seca. Tiene manos de piel dura, dedos anchos y uñas de trabajador cuidadas. Ha guardado la toalla más suave para él. Igual no ha sido buena idea. Refunfuña para sí. El cachorro se estira contra su palma. Suave también.

No tiene cola. Apenas. Roque.

Con bostezo abre una bolsa de basura, retira la placenta. Coloca al animal contra su madre. Busca teta con su hociquillo de un centímetro. Prende y succiona. Koldo se va a dormir.

Es un señor que vive solo. Su salón se ve cuando levanta las persianas blancas, de ocho a ocho cada día. Tiene unas cajas de cartón apiladas, un reloj de pie. Hay poca luz. En las tardes de buen tiempo saca una silla al balcón de doble puerta por la de la izquierda y se sienta al sol bajo las banderas de los presos. Siempre lleva pantalones blancos y algo oscuro arriba. Verde. Tiene la barba crecida, completamente blanca, y el cabello inamovible. Marinero de piel dura, morena. Canoso; ojos sencillos y solitarios buscando compañía.

Con la perra y con el perro en el suelo, en cama de algodón, se sienta en un taburete. Cierra los ojos a la brisa de un casco viejo sin mar. Levanta la barbilla hacia la nube que, resiliente ante la primavera, recorre la calle azul.

Desde enfrente miran su balcón. Su perrita. Buscan el cachorro. Una chica joven.

–¿Queréis verlo? –pregunta.

Lo levanta en una mano. Morena, palma blanca. Bichito pardo. Se ve poco desde enfrente. Pero es bonito.

La perra levanta el hocico, lloriquea suave y un segundo. El cachorro se retuerce, buscando el calor del pelo y del seno maternal.

–¡Es muy feo!

Mira algo sorprendido las caras de incredulidad de los de enfrente. Después escucha que es precioso, parece reírse para sí, y suave lo devuelve a su nido.

Fumador

Entre un baile y otro baile, huele a tabaco. No me desagrada.

Desaparece entre la gente al ver a una, dos amigas. Pasos, nuestros ojos siguen el camino que en zapatos, vaqueros, camisa de universitario con vida de campus, ha seguido esbozando una sonrisa. Porque sonríe con aplomo.

Los que quedamos bailamos, aunque con menos ahínco.

–Qué voz –me grita una amiga al oído, agarrándome de la muñeca y acercando mi rostro a su cara, iluminada entre el humo, las luces de neón y el efecto de, ¿cuántas?, al menos un par de copas de más.

No sé si es suficiencia, o satisfacción. Pero yo ya lo había avisado. Él vive con la garganta que se destroza entre cigarros. O será el tabaco lo que le da ese tono rasgado, profundo.

Perdemos ritmo en un corro desmembrado. La música empieza a sonar igual.

«Estará en la sala de fumadores», me digo. Preguntándome cómo liará en el aire un pitillo con lo complicado de la técnica.

–Haces así como que le das un masajito al tabaco… Está cómodo, ahí. Entonces lo cierras, le pones la manta pa que no pase frío y empiezas: «Ah, nana… ¡nanana na…!»

Parece que me lo hubiera explicado hace más de apenas unas horas. El tiempo por la noche cuenta diferente. Transcurre diferente.

Empiezo a empujar, creándome un pasillo pequeño entre los cuerpos, que no gente, contorsionándose a mi alrededor. El círculo, ya completamente desmembrado, me sigue.

Pasamos seguridad y me encuentro a puertas de un espacio cerrado, completamente ocluido, al que no puedo pasar. De paredes amarillas y sucias, con gente de mirada extraña. Observo desde el umbral de la entrada, busco. Giro la cabeza hacia la derecha y lo veo, levantando el cuello hacia el techo, exhalando una nube de humo. Lo llamo, me mira. Sonríe. Altivo, resabido. Gracioso.

–Me vas a deber unas cuantas salidas más, estás más fuera que dentro –le increpo, con la ceja levantada, media sonrisa en la cara.

Me agarra la mano, empezamos a bailar, y coge y me dice que no bailo tan mal como decía que bailaba.

Queridos Reyes

Queridos Reyes:

Llevo tiempo viendo papeles de colores, esos en los que escriben los más peques y que os mandan, ilusionados, a través de los buzones con forma de cabeza de león. Buzones en los que yo metía la mano esperando sacarla entera, sin mordisco. Esos en los que mi abuela fingía haber perdido la suya porque habían cobrado vida y se la habían comido.

El año pasado os escribí una carta que no llegué a mandar. Os hablaba de mi vida, nos ponía al día. Hoy la he vuelto a leer. Esto os contaba:

«Han pasado unos años desde la última vez que os escribí pero, en cierto modo, lo he seguido haciendo. Por las noches, con bolígrafo en una mano y el diario en la otra. Por los cumpleaños, con la felicidad en el puño y las ganas de querer decir mucho con poco. También os he visto en la chispa que salta de una buena producción, una buena película. Os he visto en el arte de embelesarme con una buena historia. Os he visto y os he escrito en los momentos malos, y en los buenos. Porque confío en vuestra magia. Confío en conseguir rescatar, aunque solo sea por unos pocos segundos, la ilusión con la que me asomaba al balcón de mi tía hace no tantos años para veros pasar el cinco de enero. Y desde ahí, desde esa confianza en la ilusión, es desde donde no solo escribo, sino que intento —e intento hacer— vivir. Vivir yo, el que tengo al lado. El que me lee. Y mantener la atención. Por los detalles, por lo importante. Por ellos y por vosotros. Me hace falta más papel, más lápiz. Crear con las manos. Hacer tangible. Sentiros de nuevo. Y no perderos. Por eso este año solo os pido que vengáis. Que vengáis y os quedéis. Que vengas y te quedes, ilusión. Porque he descubierto que ese es el secreto de una buena película, de una buena novela. Es el secreto para hacer magia que se esconde tras los Reyes. Y ahora que lo sé, me da miedo dejar de sentirlo».

Doce meses después para mí ha llovido mucho. Gotas de chispa, de apagones. De descubrimientos, de aventuras. De retos. De miedo. De mucha ilusión, mal que bien. Y de mucha superación. Este año os pido un poco más de fuerza para aceptar, aprovechar, sentir. Vivir como una loca pero con mi sensatez, tan mía. Con mi entrega, tan absoluta. Y os doy las gracias por todo el crecimiento. Gracias. Porque todavía bailo como hacía. Descoordinada, con un toque de vergüenza. De imperfección. Hasta que me olvido de todo y empiezo a volar.

Nos vemos pronto. Bailando.

Siempre vuestra,

Miriam

A(mi)stad

Me contó aquella historia y quise creerla. Luego nos dejamos: a mí no me interesaba el final y ella estaba empeñada en construir uno que fuera nuestro, pero que era inexistente.

Puertos

¿Quién eres? ¿Te escribo desde el amor o la rabia? El sentimiento o la razón, si es que las puedo separar. Si es que son separables. Porque parece que mi verdad es que son partes de una unidad incoherente. Te pienso en vivo, en feliz, y cambio de puerto al momento. Te pienso ahora, lejano, impersonal, no tú, y me río de mí misma.

Del ladrón de rosas

Huele bien, como si alguien hubiese pasado perfumado. No embriaga, es muy sutil. Apenas un murmurio en el aire. Pero ahí está. Será él, que ha venido de visita. Giro la esquina, entro en mi cuarto. En efecto. Tengo lo robado en agua, sobre la mesa. Qué grácil es. Qué bonita.

Mi robada se abre, poco a poco. Ha venido rosa entre el coral, el anaranjado y el rojo neón. Se abre y pasa al color de los geranios, y acaba bañada en vino tinto. Cada vez huele más. Yo la miro, apenas me atrevo a tocarla con la yema, aunque sus pétalos aguantan. Siempre aguantan mucho.

La contemplo y me marcho. Vuelvo. La miro. La huelo. Me habla de él. Sonrío. Y cuando se cansa de aguantar la tumbo, boca abajo, contra el corcho. La dejo respirar. Termina. La junto con el resto de rosas robadas y ella se une, descansada, gustosa, al aroma que pende sobre la estantería de mi cuarto, entremezclado con el olor a vela y el del aura de la lámina de Sorolla.

Me marcho.

Regreso.

Huele bien otra vez. Giro la esquina, entro en mi cuarto. Ahora tengo el robo y al ladrón.

–Es que son tan chiquiticas, mira qué bonita.

–Algún día te van a decir algo –me río.

–¡Bah! Si yo soy discreto, me pongo así como si nada con el perrico y cuando veo que no mira nadie… ¡Tras!

Sonrío, lo abrazo. Qué más da. Tengo un rosal de la alegría en casa.

Al día siguiente vuelve, apenas golpeando con el nudillo la puerta de entrada mientras, discreto, hace girar la llave. Lur no es tan sutil: entra con un tipi-tipi a cuatro patas almohadilladas. Se revuelve, como en un felpudo, sobre sí mismo, preparado para abandonar las oportunidades de la calle. Tras él asoma una gorra, después el pan. La correa, nuestras llaves y dos rosas.

–Mira qué bonitas. Elige una. La otra para tu abuela.

–Elige tú, yoyo –le digo.

El que recibe no ha de elegir lo recibido, menos siendo robado.

–Pero si da igual –empieza.

Yo espero. Sonrío con ternura. Con ilusión.

Me tiende un capullo chiquito, precioso:

–Una rosita para otra rosa. Y la grande, para la rosa mayor –me declara.

El yoyo habla de su mañana. Me pregunta por la mía. Colocamos el perfume en la vasija que me trajo hace unos días, ocho gotas de agua. Cuatro rosas ya en la mesa en petit comité.

–Buena tarde, ladroncete –me despido.

Me hace una mueca, un amago de meterme una chapada de las suyas. Se cerciora de que lleva todo. Le ato los botones del abrigo, le cierro los bolsillos. «No te vayas a enfriar». Empieza a bajar las escaleras.

–«¡Adiós con el corazón…!» –le empiezo.

Sus pasos no paran, se oyen contra la madera de la escalera que ya suma más años que él y yo juntos. Pero contesta.

–«¡Que con el alma no puedo…!».

Espero a escuchar el sonido del portón, el clonc de «Ya me he ido». Silencio tras sus pasos, apenas un par de segundos. Se abre la puerta. «Adiós»

Vuelvo a mi cuarto, miro el reloj: apenas unas horas para que el ladrón de rosas se escuche de nuevo.

Bakú

Gritan mi nombre por megafonía. El mío. Al locutor se le atraganta. No sé si es azerí. El público aplaude las clásicas dos palmadas, yo miro al frente. Serio. Intentando concentrarme. Ya no pienso en nada, solo veo el balón ahí, en el centro de la piscina. Vacilando ligeramente adelante, atrás. Esperando al sonido del silbato, al ganador de la carrera. Esperando la primera jugada. No pienso en otra cosa porque no hay lugar para nada más. Es veintiuno de junio. Es la final.

Saltamos al agua. Círculo de equipo. Brazo con brazo. Cadena.

–¡Va, chavales! ¡VA!

Nos miramos. Rebosamos energía. Hay que disfrutarlo. Pero venimos a ganar.

Recuerdo a todos los posibles jugadores de la primera concentración de diciembre. Alrededor de treinta tíos. «Esto es un imposible», pensé. Cuatro días en el CAR, el Centro de Alto Rendimiento de Sant Cugat del Vallés en Barcelona. Eso es lo que tuve para intentar ver que igual sí que podía, que igual podía ser yo a quien eligiesen para la selección. No me lo terminaba de creer corriendo la San Silvestre con mi equipo de waterpolo por las calles de Pamplona al himno de «¡Iosu, selección!». Aún hoy no me lo creo.

Gritamos. Aplaudimos. Salpicamos agua. Rompemos círculo. Y nos dejamos caer y tocar fondo en la piscina.

Juego con el cinco. Un cinco azul en el gorro blanco. Siete en la alineación: Albacete, De la Fuente, Gómez, Granados, Paul, Puig y yo.

Agua. Azul. Ya no está calmada. Empieza el partido.

Cuatro tiempos. Ocho minutos. Granados pilla balón. Lo perdemos. Lo robamos. Lo perdemos. Lo robo. Álex marca. Minuto tres y medio. Uno cero.

Nos empatan.

Marcamos uno.

Nos empatan.

Jordi Chico mete. Nos vamos de uno. Final del primer cuarto. Svilen nos anima con un «Es el último partido. Casi lo tenemos». Muy propio de él. De entrenador. «Juego de equipo. Defensa. Ataque. Y a disfrutarlo».

Segundo tiempo. Tercer tiempo. Perdemos de uno.

Cuarto tiempo. Final de los Europeos.

Miro la medalla. Bakú, 2015. Primeros Juegos Europeos. Selección juvenil de waterpolo, España. Plata. Estoy ensimismado. Sabe a metal. A éxito y a pérdida, en cierto modo. Íbamos a por el oro. Deslizo los ojos por la cinta morada de la que cuelga la medalla, por sus dibujos florales en dorado. Oro, plata. Plata. «Hemos perdido la oportunidad de ganar el torneo, pero hemos ganado la plata. Nadie pensó que llegaríamos tan lejos al principio», dice Svilen a la prensa. Puede ser.

–Iosu Fernández. El Patxi. ¡Cuánto tiempo!

Jordi Chico me saluda. Nos damos un abrazo. Otra vez en Sant Cugat. 2016. La estatua del CAR me da la bienvenida. Han pasado ya unos meses desde la última vez que estuve aquí. Me acuerdo de cuando vinimos por primera vez. Del logotipo, de la estatua. «Qué guapo», pensé. Recuerdo entrar, ver un pasillo largo y vitrinas. Fotos de campeones, un casco de Fernando Alonso con dedicatoria. Un palo de hockey sobre hielo, supongo que de algún otro campeón. Estar aquí es emocionante. Estás con los grandes.

Nos saludamos, nos juntamos todos. La selección juvenil del 2015. Aparece Svilen, sonríe.

–Aquí estamos otra vez, chavales.

Esperamos sus palabras, que siga. Solo nos mira. Al rato, habla:

–¿Por qué estamos aquí?

Silencio. Alguien responde que por Montenegro, el mundial. Svilen asiente despacio, y concreta:

–Porque hacemos waterpolo. Y porque nos merece la pena.

Sonreímos. Es duro, es mucho trabajo. Es pasar todo el verano fuera de casa, lejos de la familia. Pero es competir. Probarte a ti mismo. Crecer, aprender de los mejores. Hacer equipo, nueva familia. Es deporte. Es waterpolo.

Domingo

Lo veo ahí, junto a la puerta, apenas unos segundos después de mi entrada en la sala. Está rodeado de familiares: su hermana, a su derecha; su madre, sumida en una conversación con otro conocido. Su abuela, que llora en silencio, sentada en uno de esos tres sillones grises de la esquina. Está pálido. Y solo. Solo ante la marabunta que entra, conmigo en ella, a dar el pésame. Solo como su hermana y su abuela. Como su padre, que casi no alcanza a saludar y a dar las gracias. Pero no tan solo como su abuelo, tumbado, descansando tras el cristal.

Ciudad de patios

Ella cuenta que la chica vuelve y se encuentra con que, al abrir la puerta, el edificio se ha caído. Y ya no hay escaleras, tan solo un agujero resguardado por paredes de apenas diez centímetros de grosor. Su visión se vuelve entonces periférica y se eleva desde la terraza del edificio a la que acaba de saltar desde el que está detrás. Ve cómo toda la ciudad antes conocida, sumida en luz de atardecer y de caída y en nubes grises y azules y en el negro de la noche y la ceniza del morir, está en el mismo estado. Todos los edificios se han quedado sin techo y con paredes. Vacíos por dentro. Patios eternos. Las ventanas miran hacia el interior para ver guías que sujetan cadáveres, sitios de suicidio. La chica se pregunta, angustiada, cómo va a llegar abajo sin romperse todos y cada uno de los huesos. Empieza a contemplar, vagamente, la posibilidad de aferrarse a una de esas guías y de usar el puzzle de gotelé desconchado, metal y ventanas de aluminio para intentar no caer. Todo desde su posición segura tras la jamba de una puerta que de repente parece haberse extendido hacia el infinito y ocupado toda la pared.

Dice que cambia la imagen y que ya no sabe si ha sido antes o ha sido después de verse suspendida en las alturas con un vértigo enterrado en el estómago que amenaza con salir, pero está dentro de otro edificio semi derruido, atravesando un sótano lleno de escombros… Y justo entonces se imagina lo agobiante que sería que se llenara de agua. Apenas un segundo después aparece de la nada el líquido que, como si de mercurio azul marino se tratase, se empieza a acomodar alrededor de sus pies.

Luego está en un aula. Le viene la imagen de un perro entre escombros, de un cuadro mal colgado. Agua, no agua. Tierra. Y en el aula hay una señora con cara atomatada y verdecida. Entra un señor de pelo largo, rubio y gafas de culo de vaso. Hay mal rollo. Da mal rollo.

Dice que su cabeza está sumida en caos. Que la chica cree ver a quien conoce, pero no conoce con certeza si es su conocido. Que ve animales. Que ve escombros. Que no ve nada.

-Qué barullo, qué desorientación de sueño -termina de contar la clienta.

Mientras tanto sigue a su acompañante, un hombre que fácilmente le sacará unas tres décadas, por entre los expositores de portátiles. No la mira, por el contrario centra su atención en los datos de uno. Murmura para sí, mientras que la chica aguarda sin esperar. Parece que sabe que le ha escuchado, o que no sabe si lo ha hecho pero no le importa demasiado. Se entretiene dando pasos dispares de aquí para allá, después de haberse liberado de su carga. Haciendo un pequeño baile andante, sin bailarlo.

Aunque no son diferentes, tampoco son dos clientes normales. La gente suele venir, ellas fruncen el ceño y preguntan mil preguntas que bien podrían ser retóricas, porque todas las respuestas están en los libretos de instrucciones de los electrodomésticos, y ellos se guardan para sí los rebufos, que luego soltarán en ambientes no tan públicos. Tiende a ser el perfil de los compradores que habitualmente pasan por aquí. Se limitan a acosarnos a los dependientes. De normal no hablan de otras cosas. De normal no encuentro mayor aliciente a una mañana de curro a las 11:28.

El hombre ha seguido hacia delante. La chica aún no. De no haber escuchado su discurso no creo que me hubiera llamado la atención. Es bastante baja, menuda, de pelo a la altura de la línea de la mandíbula que no se sabe muy bien si es rubio oscurecido o castaño claro. Su caminar es pensativo.

Yo, a diferencia de ella, he dormido bien esta noche. Es otro día cualquiera en mi todavía no integrado cambio de rutina, con sus consiguientes cambios de compañía, de marca de café y de línea de autobús. Al escuchar sus palabras mi mente ha formulado una mirada desasosegada, la que suelen vestir mis ojos después de pasar una noche de malos sueños. La suya no encajaba ahí. Inquieta, sí, pero no atosigada. Como si se pudiera reconfortar a sí misma.

No van a comprar nada, lo veo venir. Supongo que están buscando un ordenador para ella, porque se paran en los de buen procesador, ligeros. Porque en alguno prueba a teclear una frase espontánea con sus pequeñas manos. Porque tiene pinta de que ella va a empezar la universidad.

El hombre está inspeccionando las ofertas, completando un croquis mental que apuesto manejará varias variables. Por eso no ofrezco mi ayuda. No puedo oír lo que hablan, sea esto apenas un par de comentarios. Toda la información de que dispongo la he ganado al colocar unas cajas en la estanterías cuando han pasado por mi lado.

Pienso en el patio de mi piso de alquiler. Desconchado, con ventanas de aluminio que no miran hacia afuera. Con guías de metal. Pienso en Inés, en José y en Miguel. Es el cumpleaños de Trinidad, a ver si me acuerdo de llamarla por Skype. Aunque es más compromiso que otra cosa. Como todo lo que tiene que ver con ellos, con mi vida de antes. Con el patio del que dispongo ahora.

En los dos meses que llevo aquí no ha ocurrido demasiado. Ni qué decir tiene, que reponer equipos de música y televisiones full HD no da pie a grandes aventuras. Pero es trabajo, y no iba a hacerle ascos al puesto. Me estoy acostumbrando. Todo llega y todo pasa. Ahora duermo mejor. Anoche soñé con un caserío bastante recogido, de un par de plantas en una sierra montañosa. A lo lejos se veía un pueblo y desde mi altura alcanzaba a oler el pan recién hecho, a ver una mujer que seguro se llamaba María Dolores regando sus plantas y a unos niños jugando con canicas en los adoquines de la calle. Cuando me desperté el patio al que daba mi habitación no me pareció tan desalmado.

Salgo de mis pensamientos al mismo tiempo que el hombre se gira, le agarra por los hombros y con una palmadita en el omoplato parece murmurarle algo. Entonces también viene otro señor al cajero tras el que me encuentro arreglando unas facturas acompañado de su madre, una mujer entrada en años que camina con bastón y trata de disimular su pequeña joroba con un pesado pañuelo de seda. Les cobro el móvil para la tercera edad y en ese transcurso veo cómo la chica del mal sueño pasa por delante a la vera de quien ya creo ser su padre. Justo al mismo tiempo que recibo el dinero del comprador, engarza su mirada con la mía. Soy un chico normal de veinticuatro años. No sé si le llama la atención la gorra roja de “Tecnomenú” que llevo en la cabeza, la chapa de STAFF o mi barba castaña de tres días sin afeitar. Son tres segundos en los que mis manos se entretienen con el cajón del dinero y en los que veo que me ve y ve que le veo.

Algo rezagada, adelanta hasta donde su padre, pareciéndome que sus pasos avanzan como abnegados. Yo termino de cobrar y salgo de detrás del mostrador para chequear que todo esté bien en el pasillo de entrada de la tienda. Para ver si alcanzo a verla, en realidad. Ya se han ido, solo está la calle con sus muchos bares y su aún no mucha gente poteando. Y un camión en carga y descarga.

“Igual le ha gustado algún ordenador” me digo, pensando en el hombre. “Igual vuelve”, pensando en ella.