Quiero

Quiero el sol, ese sol. El que te ilumina la mejilla y atraviesa la profundidad azul de tu mirada descubriendo cuevas recónditas en el lagrimal de tus ojos. Quiero tu sol, el que salta como rayo de luz de pestaña a pestaña, juguetón como el rocío en punta al filo de la hoja. Quiero el sol caliente, bello, templado, suave, susurrante, que se posa en tu sonrisa y labio encarnecido; quiero abrazarlo con la boca y sentir que a mí también me baña la luz que te recorre.

Saber sentarse

El encanto lo tiene un cielo negro en el cine. Uno bajo el que no se pasea, solo se busca el acuerdo. Se reparten los tobillos y la palma cae sobre los reposabrazos.

El cine une en oscuridad. Es un pacto tácito, el derecho a la detención mutua entre quienes buscan, sin decirlo, sentarse lado a lado. Entre quienes dejan pasar a otros y se encuentran para igual ni siquiera tocarse imagen tras imagen.

El cine es un encuentro primerizo que acaricia una nuca de pelo ondulado, algo rojizo, y seca una lágrima con una risa suave, de fondo de garganta y de “estoy”. Y de te quiero. De principios, con final. Pero ahora.

Igual el cine lo pensaron para eso: para agarrarse al antebrazo del acompañante, relajado pero fuerte y seguro, atrás en la última fila, y acariciar la suavidad de los pelos que lo surcan. Para llegar a su mano y tomarla, y que sea el doble de grande que la tuya. Y que te acune la cara y te recoja. Y tú guardes el momento para siempre.

Igual el cine fue un beso. O fue muchos.

La voz bonita del cuarto de al lado

Llaman al timbre, va y abre la puerta; suena un saludo, acunado por una risa suave. Es ella, una chica, la que estábamos esperando.

Dos pasos cruzan el pasillo y vuelven a volar sobre él. El balcón se ha cerrado solo, presuroso, y el visillo se ha corrido de golpe.

No hay palabras, solo tono y armonía. Qué voz más suave, más recogida. Más tibia. Parece que por el salón hubiese entrado una nube blanca y azul y rosada y amarilla; y que, ligera, acolchada, pomposa, aireada, se estuviese paseando por la casa.

Es voz de cuento, de niña bonita.

Se escurre una risa grave. Dulzura. Sonrío.

Duermo

Besos delicados frente, nariz, punta de nariz, frente, ceja, carrillo. Suaves, tus labios contra mi piel despertando. Ternura, inmensidad.

Me dejé sentir dormida un poco más, un segundo y otro del amanecer.

Estiro el momento. Tanta felicidad. Tanta plenitud. Manifiesto mi conciencia rozando mi punta de nariz contra tu cara, entre un beso y otro de los que me das.

Te besé. Desconocida. Ahora sé que además de con amor besabas con miedo de pérdida.

Baile de pasillo

Me toma la mano y, alzándola en el aire, me empuja hacia sí con suave ímpetu. Queriendo disimular su impulso en el atrezo de una broma. Mis pies toman base en el espacio que hay entre los suyos, y despegan en el momento en el que empieza a moverse, una vez ya ha hecho lo oportuno para que subiera mi otra mano a acariciar la piel que hay bajo su hombro.

Damos pasos acunados por su tarareo pícaramente intencionado -se supone-, cuidadosamente medido en realidad.

Miro hacia arriba, llena de sentimiento, llena de calma, y de luz, y de compenetración. Me devuelve la mirada y olvida lo poco que había de teatro en su gesto: solo baila. Nos besamos y hay ternura, ternura en nuestros ojos rasgados de sonreír, chispeantes, que se encuentran los unos en los otros.

Y entonces me hace girar por el estrecho pasillo.