Si Nueva York

Alguien ha descrito tu sonrisa diciendo que iluminaría Nueva York, y yo, que no te conozco, tengo la certeza de que ese alguien no te ve. Tu boca, tus ojos limpios, pues deben serlo si son hogar de luz, no pueden alumbrar esa ciudad, porque no se puede iluminar más Nueva York. Tu ternura solo puede ser a ese lugar, la urbe que nunca se atenúa, recogimiento, pausa y apagón. Si ese alguien de veras te mirase, te diría que tu sonrisa calma Nueva York, que lo amansa, que lo duerme, que le trae sencillez y pausa y oscuridad y viento inodoro por sus calles vacías. Si Nueva York te viese sonreír, te diría, ya nadie correría ni habría ruido ni una cúpula eléctrica que ataca cada rincón con su implacable y artificial claridad. Si Nueva York te viese sonreír, te diría, la ciudad, por fin, dormiría.

El visionario

-Debería escucharme, se lo estoy diciendo de verdad.

Era una tarde como cualquier otra y dos hombres tenían una educada discusión en una amplia oficina con un gran ventanal, desde el que se podía observar la majestuosa ciudad de Nueva York.

La persona encargada de controlar a los trabajadores de las Torres Gemelas se encontraba sentada tras el escritorio de madera de olmo, con sus múltiples cajones y un par de pilas de folios apiladas a ambos lados de la mesa que eran informes o contratos que debían ser revisados.

El segundo individuo, un hombre vestido de traje, joven y serio, estaba descansando sobre la típica silla negra de despacho, de esas que giran si las impulsas con el pie.

-Mire, creo que es una idea bastante absurda, ¡destruir las Torres Gemelas…! ¿A quién se le ocurriría? No se preocupe que aquí estamos muy bien, cuide de sí mismo -dijo el director, con cara de aburrido y haciendo un gesto con la mano como si no importara.

Robert suspiró para sí mismo. Ya estaba cansado de que nadie le hiciera caso. Llevaba tratando de avisar contra atentados unos cinco años, desde que tenía dieciséis, pero siempre le decían que estaba loco o una cosa por el estilo y a los pocos días, ¡atentado! Y muchísimos muertos.

-Usted verá lo que hace, yo ya le he avisado -zanjó cansado de la situación y se levantó y abandonó la sala.

Muchos dirían que tenía mucha sangre fría para que, aún sabiendo que iba a suceder una catástrofe, se dejara caer porque un simple hombre, ignorante, le dijera que tenía que ir al psiquiátrico, que no estaba en su sano juicio.

En verdad, Robert tenía mucha mano derecha pero siempre le costaba ver cómo los atentados sucedían. A veces, conseguía evacuar a algunas personas pero siempre había gente que no le hacía caso y continuaba trabajando. Aquellos eran los que no volvían a ver la luz del día la siguiente mañana.

Robert abandonó una de las dos Torres Gemelas y, tras cruzar la bulliciosa ciudad, llegó a su apartamento.

“Siempre igual, nunca me hacen caso” – pensaba una y otra vez.

Había comenzado a tener visiones a los quince años y tras comentarlo con sus padres había descubierto que él pertenecía a una familia en la que todo sucedía así. Los descendientes de la rama paterna siempre, o casi siempre, heredaban “el ojo del saber”, solo que cada uno veía cosas distintas. Unos primos de Robert, gemelos, veían los descubrimientos que el ser humano iba a realizar y así ambos realizaban increíbles investigaciones como científicos con todos los conocimientos de los que disponían, impensables para otros.

La hermana de Robert, Lina, tenía el don de poder observar los sucesos que iban a ocurrir en el planeta, causa beneficiosa para evacuar, por ejemplo, a la gente en caso de erupción volcánica.

De todos ellos, Robert se sentía el menos útil. Su don era único y sería de más ayuda si la gente que podía ser afectada por ciertas catástrofes le hiciera caso, pero nada, siempre igual.

La familia de Robert no tenía conocimientos de los que averiguar de dónde procedían esos dones tan característicos, lo poco que sabían era que hacía más de cinco generaciones que les sucedía.

Y allí estaba él, cansado de no poder hacer nada, sentado en su sofá y con un libro en las manos. Al no poder concentrarse en la lectura, salió a la calle. Comenzó a dirigirse a un supermercado pero cambió de opinión:

“Si no me van a hacer caso y las Torres Gemelas van a acabar destruidas… Voy a echarles el último vistazo”.

Así pues, con ese nuevo propósito, Robert cambió de dirección y, a la media hora, el autobús le dejó enfrente de los extraordinarios edificios, que se erigían hacia el cielo como gigantes, imponentes.

Rob paseó por los alrededores, observando los miles de turistas con sus cámaras de fotos, los empresarios que entraban y salían por las puertas del edificio, todas esas personas que no se esperaban para fotografiar un momento con unas estructuras que en una semana exactamente estarían partidas por la mitad.

-Nada puedo hacer yo ya -murmuró Robert, y así tomó la ruta a su apartamento.

Era un lugar provisional, de alquiler. Él siempre viajaba mucho, intentando impedir catástrofes por lo que no tenía una residencia fija. Esperaba que algún día pudiera formar una familia, encontrar a alguien que comprendiera su tipo de vida y que le pudiera acompañar. Pero de momento, eso no había sucedido por lo que sacó su maleta y la llenó con sus pertenencias.

Aquella noche, se acostó pronto.

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“-Y eso es todo por hoy, tengan un buen día-” se despidió el hombre que anunciaba las noticias en la televisión.

Ya era el 10 de Septiembre del 2001 y Robert no había abandonado el país. Por suerte para el mundo, no había visualizado ningún otro atentado próximo y había decidido quedarse en la gran ciudad hasta… hasta que sintiera de verdad que ya la podía abandonar.

Robert desayunó, se vistió y salió de casa. Quería recolectar algunas hojas para su cuaderno de campo, que realizaba en su tiempo libre. Ya las tenía de todos los tipos de árboles que pueden existir pero ahora no las buscaba por tipos, sino por formas. Las más extravagantes eran las que más le gustaban aunque a veces las lisas eran también las más bonitas.

Fue al parque más cercano a su piso y comenzó a recolectar. Encontró un espécimen extraño, no lo había visto nunca. Parecía casi de papel maché pero se podía ver que era una hoja, el peciolo estaba lleno de salvia.

La recogió y siguió su camino, encontrando al hombre que le había entrevistado en las Torres Gemelas. Este no le reconoció, estaba hablando con una mujer vestida de traje y con tacones que parecía tener prisa por llegar a algún sitio.

-No puedo entenderlo. Desde la llegada de ese tal Robert Mimbar varios trabajadores de las Torres han dejado de venir a trabajar, ¡seguro que se han creído esa paparrucha del atentado…! Ya verán, cuando vengan pasado mañana y vean que nada ha sucedido… ¡ja! ¡Ya pueden ir buscándose otro trabajo!