Lo veo ahí, junto a la puerta, apenas unos segundos después de mi entrada en la sala. Está rodeado de familiares: su hermana, a su derecha; su madre, sumida en una conversación con otro conocido. Su abuela, que llora en silencio, sentada en uno de esos tres sillones grises de la esquina. Está pálido. Y solo. Solo ante la marabunta que entra, conmigo en ella, a dar el pésame. Solo como su hermana y su abuela. Como su padre, que casi no alcanza a saludar y a dar las gracias. Pero no tan solo como su abuelo, tumbado, descansando tras el cristal.