Tirar ceniza

Aferrar el polvo es como agarrar la arena cuando está fresca. Limpia. Suave y ligera pronto por la mañana. Es diferente porque te mancha la piel y la tiñe de dolor. De ausencia. Es igual porque es inerme. No te habla, ni te mira. Solo se escurre, cae, vuela y se va, y porque lo llevan.

Es distinta porque quieres verla así al mirarla. Porque la miras distinto, aunque en esencia no sea.

Cuando tiras ceniza intentas acariciar a la persona, pero el momento te roba tu tiempo. Entre grano y grano se te escapa entre los dedos. Alguna mota queda atrapada en el surco de tu palma, en la comisura de una uña. Son el recuerdo de la despedida en sonrisa, o en delirio, o en insomnio. De haberte llamado por tu nombre en vez de decirte «Abuelo». Son los rasgos que te vuelven a la mente, los sonidos, los ratos de antes de que no estuvieran. Mientras tanto, otros granos pasan a ser viento y el grueso busca la tierra, como cuando aún era vida.

Tirar ceniza es un acto de amor. Uno de los últimos y de los primeros. Uno de los más sencillos. De los más difíciles. Es decir adiós una vez más para poder empezar a decir hola. Es llorar el nudo en la garganta, gritarlo en silencio. Es intentar volver a lo que fue y no es, buscar color en la oscuridad. Es tener que aceptar que el sol siga brillando pero no ilumine, y dejarlo entrar, al menos a través de un par de rayos, por una ventana ahora entreabierta.

Tu ceniza se la llevó el río, junto a una casa, en medio del monte. Con un toro paseando por entre los caminos, casi en verano, un burro un poco más allá de una vereda. El agua era muy clara, muy limpia. Se veían las piedras del fondo del riachuelo, con su moho y sus pequeños peces. Contigo, pero sin ti, la corriente siguió cristalina, llena de luz. De brillo. Te acompañó la palabra y el sentimiento. Te acunó la inocencia de una infancia que ese día lo fue un poco menos.

Piel, reflejo de signos

Me gusta el sillón verde de la sala de estar de la residencia. El que mira hacia el parque para niños que construyeron hace poco. El de la ventana alta.

Me gusta porque veo a la gente junta, disfrutando. Al niño que se cae del patín, al que su madre regaña por no tener cuidado mientras su tío, porque seguro que es su tío, le hace un par de carantoñas y lo lanza al estrellato de nuevo. Porque así se vive, de salto en salto. De ascenso a caída, de caída, a ascenso. Me gusta este sitio porque veo a la gente reír, llorar. Compartir.

Había olvidado lo que es sentirte sola. Sí, llevaba muchos años conmigo misma, pero estaba bien, acompañada, en mi pisito, con mis cartas, mis libros, Dios y mis historias. Estaba bien, hasta que un día anhelé amistad, pesó la soledad y decidí mudarme aquí. Y feliz, feliz. El problema es que también había olvidado que para muchos soy invisible. La mujer que, a su aire, pasa el tiempo. La señora que signa, a la que nadie entiende. La abuelita silenciosa del sillón verde.

Estaba sentada tranquila, mirando la calle, y ha venido la señora de la 306. Lo sé porque no oigo, pero observo. Miro muy atentamente. Me he girado, sorprendida, al ver su reflejo en el cristal. Nos hemos entendido. Papel, lápiz, signo en mano. Luego jugaremos a la brisca. Ella tiene los ojos muy bonitos, brillan entre surcos grabados por sentir. Brillan igual que mis manos, con la piel arrugada como reflejo de mis signos. Viva de mucho vivir.