Koldo

De repente hay un cachorro sobre una toalla. La perra sigue jadeando un poco. Son las tres de la mañana.

Limpia el bicho. Es marrón, del tamaño de la palma de una mano. La del marinero en la que se recoge, aún sin ver, manchado de líquido amniótico. Marinero de su balcón de doble puerta y balaustrada blanca con claveles rojos. Clavel español, balcón de marinero vasco.

La perra lo lame. Luego se lava y él lava al cachorro. La palangana lleva cincuenta minutos de final de parto preparada sobre el papel de periódico: el agua ahora está tibia. Con otra toalla lo seca. Tiene manos de piel dura, dedos anchos y uñas de trabajador cuidadas. Ha guardado la toalla más suave para él. Igual no ha sido buena idea. Refunfuña para sí. El cachorro se estira contra su palma. Suave también.

No tiene cola. Apenas. Roque.

Con bostezo abre una bolsa de basura, retira la placenta. Coloca al animal contra su madre. Busca teta con su hociquillo de un centímetro. Prende y succiona. Koldo se va a dormir.

Es un señor que vive solo. Su salón se ve cuando levanta las persianas blancas, de ocho a ocho cada día. Tiene unas cajas de cartón apiladas, un reloj de pie. Hay poca luz. En las tardes de buen tiempo saca una silla al balcón de doble puerta por la de la izquierda y se sienta al sol bajo las banderas de los presos. Siempre lleva pantalones blancos y algo oscuro arriba. Verde. Tiene la barba crecida, completamente blanca, y el cabello inamovible. Marinero de piel dura, morena. Canoso; ojos sencillos y solitarios buscando compañía.

Con la perra y con el perro en el suelo, en cama de algodón, se sienta en un taburete. Cierra los ojos a la brisa de un casco viejo sin mar. Levanta la barbilla hacia la nube que, resiliente ante la primavera, recorre la calle azul.

Desde enfrente miran su balcón. Su perrita. Buscan el cachorro. Una chica joven.

–¿Queréis verlo? –pregunta.

Lo levanta en una mano. Morena, palma blanca. Bichito pardo. Se ve poco desde enfrente. Pero es bonito.

La perra levanta el hocico, lloriquea suave y un segundo. El cachorro se retuerce, buscando el calor del pelo y del seno maternal.

–¡Es muy feo!

Mira algo sorprendido las caras de incredulidad de los de enfrente. Después escucha que es precioso, parece reírse para sí, y suave lo devuelve a su nido.