Fumador

Entre un baile y otro baile, huele a tabaco. No me desagrada.

Desaparece entre la gente al ver a una, dos amigas. Pasos, nuestros ojos siguen el camino que en zapatos, vaqueros, camisa de universitario con vida de campus, ha seguido esbozando una sonrisa. Porque sonríe con aplomo.

Los que quedamos bailamos, aunque con menos ahínco.

–Qué voz –me grita una amiga al oído, agarrándome de la muñeca y acercando mi rostro a su cara, iluminada entre el humo, las luces de neón y el efecto de, ¿cuántas?, al menos un par de copas de más.

No sé si es suficiencia, o satisfacción. Pero yo ya lo había avisado. Él vive con la garganta que se destroza entre cigarros. O será el tabaco lo que le da ese tono rasgado, profundo.

Perdemos ritmo en un corro desmembrado. La música empieza a sonar igual.

«Estará en la sala de fumadores», me digo. Preguntándome cómo liará en el aire un pitillo con lo complicado de la técnica.

–Haces así como que le das un masajito al tabaco… Está cómodo, ahí. Entonces lo cierras, le pones la manta pa que no pase frío y empiezas: «Ah, nana… ¡nanana na…!»

Parece que me lo hubiera explicado hace más de apenas unas horas. El tiempo por la noche cuenta diferente. Transcurre diferente.

Empiezo a empujar, creándome un pasillo pequeño entre los cuerpos, que no gente, contorsionándose a mi alrededor. El círculo, ya completamente desmembrado, me sigue.

Pasamos seguridad y me encuentro a puertas de un espacio cerrado, completamente ocluido, al que no puedo pasar. De paredes amarillas y sucias, con gente de mirada extraña. Observo desde el umbral de la entrada, busco. Giro la cabeza hacia la derecha y lo veo, levantando el cuello hacia el techo, exhalando una nube de humo. Lo llamo, me mira. Sonríe. Altivo, resabido. Gracioso.

–Me vas a deber unas cuantas salidas más, estás más fuera que dentro –le increpo, con la ceja levantada, media sonrisa en la cara.

Me agarra la mano, empezamos a bailar, y coge y me dice que no bailo tan mal como decía que bailaba.