Duermo

Besos delicados frente, nariz, punta de nariz, frente, ceja, carrillo. Suaves, tus labios contra mi piel despertando. Ternura, inmensidad.

Me dejé sentir dormida un poco más, un segundo y otro del amanecer.

Estiro el momento. Tanta felicidad. Tanta plenitud. Manifiesto mi conciencia rozando mi punta de nariz contra tu cara, entre un beso y otro de los que me das.

Te besé. Desconocida. Ahora sé que además de con amor besabas con miedo de pérdida.

Tirar ceniza

Aferrar el polvo es como agarrar la arena cuando está fresca. Limpia. Suave y ligera pronto por la mañana. Es diferente porque te mancha la piel y la tiñe de dolor. De ausencia. Es igual porque es inerme. No te habla, ni te mira. Solo se escurre, cae, vuela y se va, y porque lo llevan.

Es distinta porque quieres verla así al mirarla. Porque la miras distinto, aunque en esencia no sea.

Cuando tiras ceniza intentas acariciar a la persona, pero el momento te roba tu tiempo. Entre grano y grano se te escapa entre los dedos. Alguna mota queda atrapada en el surco de tu palma, en la comisura de una uña. Son el recuerdo de la despedida en sonrisa, o en delirio, o en insomnio. De haberte llamado por tu nombre en vez de decirte «Abuelo». Son los rasgos que te vuelven a la mente, los sonidos, los ratos de antes de que no estuvieran. Mientras tanto, otros granos pasan a ser viento y el grueso busca la tierra, como cuando aún era vida.

Tirar ceniza es un acto de amor. Uno de los últimos y de los primeros. Uno de los más sencillos. De los más difíciles. Es decir adiós una vez más para poder empezar a decir hola. Es llorar el nudo en la garganta, gritarlo en silencio. Es intentar volver a lo que fue y no es, buscar color en la oscuridad. Es tener que aceptar que el sol siga brillando pero no ilumine, y dejarlo entrar, al menos a través de un par de rayos, por una ventana ahora entreabierta.

Tu ceniza se la llevó el río, junto a una casa, en medio del monte. Con un toro paseando por entre los caminos, casi en verano, un burro un poco más allá de una vereda. El agua era muy clara, muy limpia. Se veían las piedras del fondo del riachuelo, con su moho y sus pequeños peces. Contigo, pero sin ti, la corriente siguió cristalina, llena de luz. De brillo. Te acompañó la palabra y el sentimiento. Te acunó la inocencia de una infancia que ese día lo fue un poco menos.

Koldo

De repente hay un cachorro sobre una toalla. La perra sigue jadeando un poco. Son las tres de la mañana.

Limpia el bicho. Es marrón, del tamaño de la palma de una mano. La del marinero en la que se recoge, aún sin ver, manchado de líquido amniótico. Marinero de su balcón de doble puerta y balaustrada blanca con claveles rojos. Clavel español, balcón de marinero vasco.

La perra lo lame. Luego se lava y él lava al cachorro. La palangana lleva cincuenta minutos de final de parto preparada sobre el papel de periódico: el agua ahora está tibia. Con otra toalla lo seca. Tiene manos de piel dura, dedos anchos y uñas de trabajador cuidadas. Ha guardado la toalla más suave para él. Igual no ha sido buena idea. Refunfuña para sí. El cachorro se estira contra su palma. Suave también.

No tiene cola. Apenas. Roque.

Con bostezo abre una bolsa de basura, retira la placenta. Coloca al animal contra su madre. Busca teta con su hociquillo de un centímetro. Prende y succiona. Koldo se va a dormir.

Es un señor que vive solo. Su salón se ve cuando levanta las persianas blancas, de ocho a ocho cada día. Tiene unas cajas de cartón apiladas, un reloj de pie. Hay poca luz. En las tardes de buen tiempo saca una silla al balcón de doble puerta por la de la izquierda y se sienta al sol bajo las banderas de los presos. Siempre lleva pantalones blancos y algo oscuro arriba. Verde. Tiene la barba crecida, completamente blanca, y el cabello inamovible. Marinero de piel dura, morena. Canoso; ojos sencillos y solitarios buscando compañía.

Con la perra y con el perro en el suelo, en cama de algodón, se sienta en un taburete. Cierra los ojos a la brisa de un casco viejo sin mar. Levanta la barbilla hacia la nube que, resiliente ante la primavera, recorre la calle azul.

Desde enfrente miran su balcón. Su perrita. Buscan el cachorro. Una chica joven.

–¿Queréis verlo? –pregunta.

Lo levanta en una mano. Morena, palma blanca. Bichito pardo. Se ve poco desde enfrente. Pero es bonito.

La perra levanta el hocico, lloriquea suave y un segundo. El cachorro se retuerce, buscando el calor del pelo y del seno maternal.

–¡Es muy feo!

Mira algo sorprendido las caras de incredulidad de los de enfrente. Después escucha que es precioso, parece reírse para sí, y suave lo devuelve a su nido.

Fumador

Entre un baile y otro baile, huele a tabaco. No me desagrada.

Desaparece entre la gente al ver a una, dos amigas. Pasos, nuestros ojos siguen el camino que en zapatos, vaqueros, camisa de universitario con vida de campus, ha seguido esbozando una sonrisa. Porque sonríe con aplomo.

Los que quedamos bailamos, aunque con menos ahínco.

–Qué voz –me grita una amiga al oído, agarrándome de la muñeca y acercando mi rostro a su cara, iluminada entre el humo, las luces de neón y el efecto de, ¿cuántas?, al menos un par de copas de más.

No sé si es suficiencia, o satisfacción. Pero yo ya lo había avisado. Él vive con la garganta que se destroza entre cigarros. O será el tabaco lo que le da ese tono rasgado, profundo.

Perdemos ritmo en un corro desmembrado. La música empieza a sonar igual.

«Estará en la sala de fumadores», me digo. Preguntándome cómo liará en el aire un pitillo con lo complicado de la técnica.

–Haces así como que le das un masajito al tabaco… Está cómodo, ahí. Entonces lo cierras, le pones la manta pa que no pase frío y empiezas: «Ah, nana… ¡nanana na…!»

Parece que me lo hubiera explicado hace más de apenas unas horas. El tiempo por la noche cuenta diferente. Transcurre diferente.

Empiezo a empujar, creándome un pasillo pequeño entre los cuerpos, que no gente, contorsionándose a mi alrededor. El círculo, ya completamente desmembrado, me sigue.

Pasamos seguridad y me encuentro a puertas de un espacio cerrado, completamente ocluido, al que no puedo pasar. De paredes amarillas y sucias, con gente de mirada extraña. Observo desde el umbral de la entrada, busco. Giro la cabeza hacia la derecha y lo veo, levantando el cuello hacia el techo, exhalando una nube de humo. Lo llamo, me mira. Sonríe. Altivo, resabido. Gracioso.

–Me vas a deber unas cuantas salidas más, estás más fuera que dentro –le increpo, con la ceja levantada, media sonrisa en la cara.

Me agarra la mano, empezamos a bailar, y coge y me dice que no bailo tan mal como decía que bailaba.

Risa de bebé

Me voy despertando, somnolienta, y conforme recobro la conciencia me empiezo a sentir molesta. Remoloneo, entre sombra y lucidez, queriendo volver a la anestesia del sueño. Pero no. Súbitamente confusa, inquieta, me yergo de golpe, porque no siento su movimiento dentro de mí. No noto sus acostumbradas pataditas. Me llevo las manos a la tripa, aún redondeada. Desalojada. Casi al momento recuerdo que ya no está aquí. Que lo tengo que buscar fuera.

La cuna está un poco alejada de mi cama de hospital, junto al sofá en el que, dormido, descansa mi pareja. Me levanto con esfuerzo, intentando no mirarme las manos. Odio las vías, las agujas.

Despacito, llego hasta él. Tiene barba de dos días. Le acaricio la mejilla y el rizillo de encima de la frente. Después, miro a mi niño. Redondito, pequeño. Dulce. Coloco mis dedos cerca de su boquita, de su nariz, para sentirlo respirar en medio de este eterno silencio. Sí. Aquí está. Duerme.

Son las tres menos diez de la mañana. Él se sobresalta y, rápido, se inclina sobre la cuna. Rompiendo mi quietud. Lo sigo, sin saber por qué. Coge a nuestro hijo, y es entonces cuando veo que está llorando. Me quedo quieta, vuelve a mí el miedo. Bajo las manos a mi vientre, sintiéndome perdida. Temo no escucharlo, porque no lo escucharé. Porque no oiré su llanto ni su risa.

Mi marido me mira y veo que entiende. Que ve mi confusión. Suave, me sonríe, y señala la cama. Me tumbo y me pone al niño sobre el pecho, siento su lloro contra mí. Abrumada, lo acaricio, le signo bonito. Y poco a poco, entendiéndonos, percibo que regresa el silencio. Lo siento, pequeño, por no oírte. De verdad que lo siento. Pero te prometo, te prometo, que te sentiré. Que te siento.

Avión de platina

Plácido, duerme. Está arropado en una cama pequeña, de estas de niño, vestida con sábanas azul oscuro, como el cielo que anochece. Un cielo salpicado por aviones.

Es un niño rubio, precioso, de dos años, con carita tostada y nariz redondeada. Tiene las pestañas largas, ahora entrelazadas las unas con las otras en un sutil abrazo, en el inocente enlace de los párpados de quien sueña tranquilo.

Apago la luz de la mesita e intento salir de su cuarto sin tropezar con los Legos con los que ha estado jugando y que, desobediente, no ha recogido. No tengo éxito.

Con la planta del pie resentida, entorno la puerta. Busco encontrar el punto de equilibrio perfecto en el que, a través de solo una rendija, vea una fina columna de luz, la natural de nuestro pasillo con ventana, si despierta a mitad de la noche.

Él me espera sentado en el sofá, con la serie en pausa y una onza de mi chocolate preferido. Un beso, sencillo, tierno. Me acurruco contra su costado, rodeada por su brazo.

Vemos Manifest. Un vuelo, el 828. Un viaje a Nueva York. Un salto de cinco años en el tiempo y el regreso a la vida de unos pasajeros a quienes todos daban por perdidos. Pasajeros que no han envejecido, que han salido de un Triángulo de las Bermudas aéreo sin siquiera haberse dado cuenta de que habían entrado en él.

–¿Te imaginas no haber vuelto? –pregunta, jocoso.

–¿Vuelto?

–De tu viaje a Nueva York.

Terminamos el capítulo. Once y media de la noche. Recogemos, cansados. Él programa el lavavajillas, yo ahueco los cojines del salón. Uno verdinegro, de lino recio. Otro con funda de algodón, de tonos más cálidos.

Él pasa por el baño, yo apago luces. Sombra, salita. Sombra, salón. Nos juntamos en la cama.

Escribo en mi diario. Vuelvo en pensamiento a Nueva York, hace ya unos años, con sus condicionantes. Con mis condiciones. La incomodidad, la ilusión. Me veo en mi incipiente juventud. Como un fogonazo sin luz, porque viajé por la noche, vislumbro la pantalla del asiento de enfrente, que muestra mi hoja de ruta. Que me señala, en vivo, volando. Con certeza, sin dudas. Indica velocidad, altitud. Temperatura. Vuelve a mí, atenuada, la inquietud de saberme a mitad del océano y la presión palpitante de mi subconsciente, que me atrapa y evita que mi mente siga por esos derroteros porque tampoco quiere pensar en la caída. Recuerdo sentirme segura en mi ignorancia autoprovocada aun a aquellos kilómetros de altura que no alcanzo a imaginar. En el frío que sé que hacía fuera, pero que no siento. Era por abril.

Deslizo los pies en mis pantuflas, voy a la estantería colgante que adorna la pared de al lado del espejo que tenemos apoyado en el suelo. Mis diarios, uno detrás de otro, en la balda de arriba.

2019, 19. Efectivamente, abril. Viernes. «Bye, bye, New York. Ha sido más que suficiente». Morriña, melancolía. Cuando viajas quieres volver y, cuando vuelves, desearías haberte quedado allí más tiempo.

Recorro mi letra con los ojos. Sigo usando el mismo Pilot azul de tinta líquida, punta de 0,7 milímetros. Es el único que, con mi pulso, en mi puño, desliza bien sobre el papel. Leo:

«Hemos vuelto a ver Times Square, Tiffany & Co, el inicio de Central Park. Hemos comprado tarta. Y nada, lazo al viaje y al aeropuerto. Sigo estudiando, me quedan tres horas y media. Ganas de casa. Escribo en las estrellas».

–¿Qué lees? –me pregunta.

Me giro y lo veo observarme atento, curioso. Cansado.

Devuelvo el diario a su hogar y, súbitamente sibilina, vuelvo sobre mis pasos.

–El pasado –sugiero.

–¿Y cómo es? –me sigue, entrando al juego, agarrándome del brazo y empujándome hacia sí, echándome sobre la cama.

–Pasado –murmuro, y con eso ya lo he dicho todo.

Desliza las yemas de sus dedos a lo largo de mi bíceps, y las baja por detrás de mi hombro. Su mirada es profunda. Recostado, alza su barbilla hacia la mía, raspándome con su barba de dos días. Rozamos nariz con nariz, apoyamos frente con frente. Reímos, entendiéndonos. Y viajamos.

Es irónico, algo triste. Sentir tan cerca y tan lejos. Pero es así.

Duermo de corrido, con las dudas, la incertidumbre propia del vivir, haciéndose manifiestas a través de mi imaginación.

–Mamá, mamá –me llama Álex–. Mamá.

Voy rápida, salgo del desvelo. Mamá.

–Qué pasa, renacuajo –pregunto, sentándome en el borde de su cama.

Sube los bracitos hacia arriba, buscando jugar con mi pelo como siempre que me ve y quiere dormir, siempre que está nervioso. Enreda un dedo, el otro. Tira. Me recuerda a mi hermano cuando era pequeño.

–¿Has soñado feo?

Apenas tiene los ojos abiertos:

–No sé.

–Vaya, ¡qué rápido te has olvidado!

Le hago esas carantoñas que tanto le gustan, las de siempre. Un par de pellizquillos en la panza. Se ríe suave, ya relajado, y bosteza.

Vuelve a dormirse enseguida. Yo, gracias a Álex, veo las primeras luces del día. Negro, negro tizón. Gris. Y rompe el naranja.

Desvelada, voy a prepararme el café. Es martes. Enciendo la radio, entro a mis redes. Actualizo los perfiles. Con la taza ya en la mano, me siento en el banco del mirador.

Buenos días, mundo.

Poco a poco, la ciudad amanece. Una ventana aquí, un transeúnte allá. El camión de la basura, batido en retirada. Mi casa despierta también. Entre coladas, platos y fuegos de cocina, dan las ocho.

–Voy yo –me dice Lucas con una chapadita por detrás, y va a despertar al crío.

Siempre se le pegan las sábanas. Siempre tarde. No puedo quejarme, le viene de familia. Aparecen al poco, él a hombros de su padre, cruzando a todo correr la jamba de la puerta:

–¡Y vamos a aterrizar, señores, aterrizamos…! ¡Hay turbulencias! ¡Pruuuuum…! ¡Ooh… el piloto Álex lo ha salvado, queridos pasajeros! ¡Hu…rra!

Lo tira al sofá, con el suficiente cuidado, con la suficiente falta de delicadeza. Caída perfecta. Plas.

–Que lo vas a marear –me río.

Y acierto. Nos cuesta el doble de tiempo que de normal que le pase la leche.

–¿Qué vamos a hacer hoy? –pregunta, con la boca llena de migas de galleta y articulación dudosa.

–Mamá se va a ir a trabajar… Y tú y yo vamos a ir a hacer la compra –explica Lucas. Sencillo, claro. Como es él.

–¿En avión?

Ya duchada, cojo la mochila y me calzo las zapatillas. Están muy trotadas. Al dente. Perfectamente domadas.

–Pilotad a gusto –me despido.

No hace frío, o igual es que ya estoy muy entonada, que llevo un jersey de esos suaves muy de entresemana. Respiro el petricor. Por las mañanas siempre sigo la misma ruta; es después de la jornada, volviendo a casa, cuando tiendo a innovar. A primera hora siempre bajo mi calle y llego a la ría. El tráfico es el que es, con cada coche yendo a un destino diferente, la gente acercándose a los pueblos de alrededores para trabajar, cruzando el monte. O, simplemente, atravesando la ciudad. Gente, la justa, pisa estos adoquines. Hoy, con todo, no hay silencio. Poco más adelante hay una excursión de niños de seis, ocho años. Más cerca de los ocho, probablemente. Van bajando hacia el Casco Antiguo, hacia el bulevar. Una pareja se desliga, o más bien retrasa, porque la mirada atenta de la maestra sigue ahí. Se paran a mirar el agua desde el muro de piedra. La chiquita tira un palo, pequeño, y allá vuela, haciendo piruetas, hasta desaparecer abajo, zambullido, con un chapoteo inaudible desde aquí. El niño la mira y mira la piedra que tiene en la mano. Tirarla o no. Guardarla o no. La pérdida es palpable antes de materializarse porque se intuye. Se intuye, pero no se siente.

El día avanza lento.

–¿Cómo vas?

Miro el reloj, la una menos cuarto.

–Bien. ¿Vosotros?

–Pues descansando un poco, ¿verdad, campeón?

No escucho a Álex a través del teléfono, pero me lo imagino. Esta es su hora mala. Vuelvo a mirar el reloj. Lo que me queda lo puedo hacer desde casa.

–Voy para allí, ¿vale? Y comemos pronto.

Recojo mis cosas. Hoy no innovo con mi camino, voy directa. Quiero llegar ya. Ayer.

Paso por el quiosco de enfrente de nuestro portal antes de subir:

–¿Te ha llegado, Jorge?

–Aquí está –me sonríe el tendero, y me tiende el último suplemento del periódico local.

–Le va a encantar. Mil gracias –le pago. Intento dejarle la propina, pero no me la coge. Para variar.

Subo las escaleras a buen ritmo. Una, dos, tres. Últimamente no tengo tiempo para ir al gimnasio, me repito que de esto a las sentadillas no puede haber mucho. Aunque tampoco importa.

–¡Huola, pareja! –escondo mi regalo para Álex tras la espalda.

Viene despacito por el pasillo, pero viene.

–Ma.

Empieza a contarme que le han dado un poco de queso en el mercado. Que estaba rico. En cuclillas, miro más allá de él y veo a Lucas, algo absorto, apoyado contra la pared. Me siente y sonríe, y se revuelve el pelo. Es muy moreno, lo lleva medio largo. Nos perdemos unos segundos el uno en el otro. Álex me toca la nariz, reclamando mi atención.

Descubro mi regalo. El periódico está editando un especial sobre aviación y con cada entrega incluye una maqueta para coleccionistas. De momento, las tenemos todas. Hoy traían el Boeing GA-1, hidroavión estadounidense de 1916.

Su reacción no defrauda. Tiene poca energía, pero la invierte en hacer volar el modelo con la mano. Arriba, abajo. Hacia más allá.

Comemos y acabamos sentados en el suelo, sobre la alfombra, con la espalda apoyada contra el sofá. Álex se duerme en mi regazo. Suena Sinsinati, muy suave, de fondo, en la radio: «La manera de vernos sin miedo cuando éramos dos».

Lucas acaricia la cabeza de nuestro hijo. Él resopla suave, muy suavemente, desde su descanso. Tan cerca. Tan lejos como temo.

–¿Cómo le ha sentado la pastilla hoy?

Lucas me mira, escruta mi expresión. Contesta que, dentro de todo, bien. Vuelve la vista a Álex. Tiene los ojos cansados, preocupados, pero siempre encuentra la chispa en los momentos importantes. En los del día a día. Conmigo, por la noche, al amanecer. En un minuto de complicidad. Con él, cuando lo acuesta, cuando lo lava, cuando juegan. Tiene chispas para casi todos los minutos. Me desasosiega que pueda perder la suya.

Dejo lo que me queda del trabajo para la noche, como tantos otros días. No pienso sacrificar este momento. No sé cuántos más vamos a tener. Igual son mil, igual infinitos, como en cualquier otra familia. Igual ya no.

La tarde nos alumbra. Por eso me gustó este piso cuando lo vimos por primera vez: los techos son altos; los balcones, grandes. Es todo luz.

–Álex, cariño. Álex.

Remolonea. A nosotros nos duelen los riñones, pero tenemos el espíritu algo más apaciguado. Es un trueque provechoso.

–Vamos a ir al parque. ¡Igual está Jon! A ver si tenemos suerte.

Preparamos la merienda, unos bocatas de chocolate y margarina envueltos en papel de plata. El especial de la casa. Aún adormecido, se calza las botas y se pone el abrigo. No nos dejamos engañar por el sol: ya es otoño.

Nos aventuramos a través de las calles sin silleta pero con patín. Papá empuja intentando que no se note mucho, porque a Álex le gusta conducirlo solo. Mamá lleva la mochila con el agua, la medicación y todo lo demás. Es una mochila triste, pero ahora un poco menos: llevamos cacao.

Cruzamos un jardín de naranjos. Aquí siempre huele bien. Después llegamos a los columpios y pasamos de largo, porque un poco más allá están los buenos de verdad.

–Secreto, ma –me dice Álex, y entona un «Chss» con los labios. Es su sitio especial.

Hay un árbol pequeño, que más bien parece un arbusto enorme, con un hueco sin hojas ni ramas en el que justo caben cinco niños pequeños si, bien coordinados, se sientan ordenados. También hay una fuente muy grande en honor de un pintor de la zona. Apenas cubre y está llena de adoquines. A estos enanos les gusta mucho jugar ahí.

Echamos la tarde, con unos, con otros. Lucas y yo descansamos algo ante la mirada atenta del resto de los padres sobre sus hijos y sobre el nuestro. Disfrutamos del aire, de estar sentados en un banco y de sentir que todo, todo, más o menos, sigue igual. Que todo es normal.

–Mamá, mi avión –me pide Álex. Quiere enseñárselo a Mario, otro amigo. Hoy Jon no ha venido.

Miro a Lucas, pero ni él ni yo lo hemos traído.

–¿No lo has cogido tú, renacuajo? Pues vamos a tener que hacer otro, mira.

Con un poco de gracia y ayuda de la mano diestra de Lucas, ensamblo uno con el papel de plata que, cumplida su misión, íbamos a tirar. Vida nueva, amigo. Disfrútala.

Álex es muy imaginativo. Juntos, él y Mario avanzan hacia la fuente. Se sientan frente al agua, que de vez en cuando los salpica, y juegan a pilotar el cielo y las estrellas. Yo solo pido que no vuelen muy alto, muy cerca del sol, y se quemen.

Un niño cae, empieza a llorar. Tirita. Otro se ríe. Balón. Así, poco a poco, pasa el rato.

Notamos el cansancio. Lucas, en su ademán algo más serio, más introspectivo. Yo, en mis pasos cada vez más rápidos, más necesitados de colchón. Álex va en mis brazos, dormido.

Lo despertamos para cenar. Un baño rápido, un poco de crema. Alguna que otra advertencia medio seria para conseguir que se lave los dientes, porque no le gusta nada. Y vuelta a la cama. Hoy lo despedimos los dos.

–Buenas noches, bonito –dice Lucas, que siempre le baja la persiana un poco menos que yo. Será porque a mí la luz me molesta mucho cuando duermo, no así a él. Podría dormir durante el día, durante la tarde. Cuando fuera.

No nos hace falta hablarlo siquiera, pero, acompasados, compenetrados, decidimos saltarnos el sofá, los preámbulos. Limpiamos la bañera de Álex, nos duchamos juntos. Silenciosos, despacio, hacemos el amor.

A medianoche me despierto, inquieta, y no puedo evitar llorar. Tenerlos, tenerlo todo, y poder perderlo. Lo palpas, lo atisbas, pero no lo sientes. No realmente.

Vivo con intensidad. Abrazo con fuerza, despido con pulso firme. Soy así. Gestiono mucho, porque siento mucho. No quiero despertar a Lucas, no quiero seguir sumando a lo que ya llevamos. Controlo, conmigo misma. Yo. En mí. Y, así, escribo. Escribo porque tengo algo que contar o algo que soltar. Igual, en realidad, son la misma cosa. Ahora solo quiero que el papel sea ficción, que guarde lo que espero no ver convertido en realidad:

«En ese mismo instante el avión de platina salió por la ventana. Un brazo de viento lo acogió en su abrazo y lo precipitó hacia lo desconocido sin tomar nota del adiós fugaz y apenas fructífero del bastidor de madera envejecida. Él jamás volvió a volar papel, ni de plata».

Miedo, esperanza. Ilusión. Volar.

Queridos Reyes

Queridos Reyes:

Llevo tiempo viendo papeles de colores, esos en los que escriben los más peques y que os mandan, ilusionados, a través de los buzones con forma de cabeza de león. Buzones en los que yo metía la mano esperando sacarla entera, sin mordisco. Esos en los que mi abuela fingía haber perdido la suya porque habían cobrado vida y se la habían comido.

El año pasado os escribí una carta que no llegué a mandar. Os hablaba de mi vida, nos ponía al día. Hoy la he vuelto a leer. Esto os contaba:

«Han pasado unos años desde la última vez que os escribí pero, en cierto modo, lo he seguido haciendo. Por las noches, con bolígrafo en una mano y el diario en la otra. Por los cumpleaños, con la felicidad en el puño y las ganas de querer decir mucho con poco. También os he visto en la chispa que salta de una buena producción, una buena película. Os he visto en el arte de embelesarme con una buena historia. Os he visto y os he escrito en los momentos malos, y en los buenos. Porque confío en vuestra magia. Confío en conseguir rescatar, aunque solo sea por unos pocos segundos, la ilusión con la que me asomaba al balcón de mi tía hace no tantos años para veros pasar el cinco de enero. Y desde ahí, desde esa confianza en la ilusión, es desde donde no solo escribo, sino que intento —e intento hacer— vivir. Vivir yo, el que tengo al lado. El que me lee. Y mantener la atención. Por los detalles, por lo importante. Por ellos y por vosotros. Me hace falta más papel, más lápiz. Crear con las manos. Hacer tangible. Sentiros de nuevo. Y no perderos. Por eso este año solo os pido que vengáis. Que vengáis y os quedéis. Que vengas y te quedes, ilusión. Porque he descubierto que ese es el secreto de una buena película, de una buena novela. Es el secreto para hacer magia que se esconde tras los Reyes. Y ahora que lo sé, me da miedo dejar de sentirlo».

Doce meses después para mí ha llovido mucho. Gotas de chispa, de apagones. De descubrimientos, de aventuras. De retos. De miedo. De mucha ilusión, mal que bien. Y de mucha superación. Este año os pido un poco más de fuerza para aceptar, aprovechar, sentir. Vivir como una loca pero con mi sensatez, tan mía. Con mi entrega, tan absoluta. Y os doy las gracias por todo el crecimiento. Gracias. Porque todavía bailo como hacía. Descoordinada, con un toque de vergüenza. De imperfección. Hasta que me olvido de todo y empiezo a volar.

Nos vemos pronto. Bailando.

Siempre vuestra,

Miriam

A(mi)stad

Me contó aquella historia y quise creerla. Luego nos dejamos: a mí no me interesaba el final y ella estaba empeñada en construir uno que fuera nuestro, pero que era inexistente.

The dun cat

It is late in the morning, the sun rising high, shimmering through the streets and against all those quaint houses’ limed facades in one of Cádiz’s prettiest and loneliest neighbourhoods. Almost no one’s out. It’s just too hot.

Sat on yet another whitish wall, with his legs up as if he were afraid to fall, a young boy awaits the appearance of the dun cat that lives on the other side of the road. Soft coffee-coloured hair, dark tanned and with attentive eyes, the child is six, as is the dun cat. They were born five days apart.

Time seems to have gone still. No clock ticking, no noise. Just the sun, the terracotta cobble stone road and the low white buildings. The cat’s nowhere to be seen.

A soft breeze starts dancing around the corner. Tentatively, it reaches the boy, who breathes it in. Inside him, the breeze straightens the kid up a bit. The boy patiently sights, and lets go of the air. Free again, the swirling wind goes on with its choreography.

Accompanied by a subtle purr, the meandering tail with the black spotted end comes into sight. The boy fixates his gaze upon it. One, two, three spots. It’s the dun cat. The animal tentatively comes into sight, dodging the burning metal pipe on its side. Without looking at the boy, it jumps and lands on a windowsill, and afterwards disappears through the ground floor’s open window.

The boy seems content. A smile ghosts around the corners of his mouth. People say he is sweet. Sweet enough to let his sister wrestle with her tiny fits when he is told to put her to bed. Sweet enough to let her play with his hair to get her to sleep. Sweet to his grandma, who can not remember him, but smiles regardless when he hugs her.

Carefully, the kid gets up on top of the wall and slowly makes his way across it and down some narrow, almost imperceptible steps. He lands on the street. His name is Marco. It’s summer.

A cute tiny human walks away. The dun cat, unnoticeable behind the thin linen curtain that hangs in front of the window, follows him with its greenish eyes until the cute tiny human is out of sight. Content, the dun cat purrs. It’s summer in Andalucía.

Cables de luz

Este año no hace frío, no todo el que podría hacer. No para mí. No, aunque mi madre se queje porque está helada.

Abro los ojos por tercera vez esta mañana. Ahora mi cuarto está oscuro, pero un suspiro de sol se escurre paralelo al estor. Ilumina el gotelé pintado de blanco y despierta siluetas desconocidas fuera del contraste de luces y sombras. Es la señal, el lazo al despertar definitivo. Ya es de día, y hace sol. No parece invierno. Me levanto, las mejillas empapadas en lagrimones desorientados, y doblo primero la manta, después levanto la cortina y abro el balcón. Ya hay movimiento en el Casco Viejo: gente con bolsas, cajas de buñuelos y roscones. Justo enfrente de la panadería hay una pareja de niños jugando a arrastrar un palo por la verja de metal de la bajera de al lado. Su madre les dice que paren, pero no le hacen caso.

Las siemprevivas de una de mis macetas parecen estar más verdes, hoy, a la luz del sol. Mis pies descalzos notan el frío del aire mañanero, pero es porque no llevo calcetines. Porque acabo de salir de la cama y noto el contraste. No hace frío en realidad. No todo el que podría hacer.

Retrocedo un paso, un paso chiquitito con mi treinta y seis de pie. Pequeño, como yo. Mis movimientos aún son torpes, aún no he despertado del todo. Durante apenas un segundo antes de posarme sobre la madera de mi cuarto alcanzo a ver el cable de las luces que hay colgadas del barrote de la barandilla de la habitación de al lado y del de otra en la acera de enfrente. Las bombillas no están encendidas, así que no hay nada que me distraiga del amasijo de cables y de hierro que esas luces son en realidad. No me gusta mirarlas desde arriba, pierden la chispa. Se apagan.

Entorno la puerta de madera del balcón y, mientras me pongo la chaqueta, escucho a la madre de los niños de abajo recriminarles su juego con un chillo.

Voy a desayunar, me sirvo un café. Café con leche. Con su cafeína. Hoy mi padre no ha hecho bizcocho, así que caigo en el turrón. Me enredo con mis cosas. Pasa la mañana.

Parece un día cualquiera, sencillo, pero se va transformando conforme avanzan las manecillas del reloj. Hago la compra, recojo los encargos. Se palpa el cansancio y el esfuerzo de las fechas, sostenido por algo. Los tenderos sonríen, aunque la gente haga las colas impaciente. Los repartidores trabajan a destajo. Los anfitriones preparan los fogones. Y, sin embargo, aguantan el tirón. «Qué será», me pregunto a primera hora.

Aunque no parezca invierno, lo es, y dan las seis de la tarde y todo está oscuro. El sol no calienta ya. Salgo de casa. Empiezo a entender a mi madre, al menos un poco. Me acuerdo de ella cuando se encienden las farolas, de su clásico «¡Oh!» maravillado. «Esta hora es mágica», me dice siempre. Embelesada, algo menos que ella, atravieso el mercado navideño de la plaza, me pierdo con su gente. Trae las mismas cosas de siempre: misma comida, mismos trastos. El mismo aire. La misma calidez. Es Navidad.

Paseo, paseo, paseo. Las sensaciones me embriagan. Sonrío. Y, cansada, vuelvo a casa. Estoy atravesando la calle Pozo Blanco cuando un reflejo de luz azul en un escaparate llama mi atención, pero no me paro; será algún foco. Sigo caminando. A los pocos metros, un charco junto a la alcantarilla en el punto equidistante de las casas a izquierda y derecha refleja destellos blancos. Pero de dónde vienen. Sin pensarlo alzo la cabeza y veo las luces iluminadas, colgando entre el balcón de mi casa y el de la del vecino. Brillan y casi tintinan. Creo poder distinguir en ellas a las Pléyades, conversando sobre el Mediterráneo una noche de octubre. Y es que aquí, bajo su luz, no hace frío. Veo las siete estrellas iluminando mi balcón. Iluminándome. Mi cansancio no desaparece, pero se hace más ligero. Más sostenible. Entonces tengo una idea peregrina. Igual es cuestión de ilusión.

Giro la esquina y me sobresalto, luego me río. Hay un ciervo custodiando la entrada a mi portal. Un ciervo iluminado, hecho de luces. Mi guardián luminoso.

Siento relajarse mi expresión mientras subo las escaleras del siglo diecinueve de mi casa. Alguna tablilla cruje. Huele bien. Entro en mi piso, saludo. No paso las llaves, mi hermano no ha llegado todavía. Escucho las almohadillas de las patas de mi perro contra el suelo en un rápido «¡Tipi tipi tipi!». En nada cruza la esquina del pasillo, me ve y me salta. Es mimosón.

Me quito el abrigo, me suelto los cordones de las botas. Él me acompaña. Abro el balcón para sacarlas un rato y él no duda en salir. Es peludo. No pasa frío. Le acaricio la cabeza y se sienta a mirar la calle. Un pequeño chisporroteo de las luces lo sobresalta. Bombilla fundida. Mi perro olisquea, yo observo. Llaman a cenar y él es el primero que responde. Yo me quedo un poco más.

Una apagada, veinte brillando. Dudo que desde abajo se note que una se ha esfumado, solo son luces. Cables con luces. Cables de luz. Luces. Estrellas.

Europa

Entonces sonríes y me río, te miro y me suspiras un sueño precioso y eterno y caigo entre tus dedos como el hilo de la seda que se escapa por el agujero de un baúl, ese tan grande, de viaje desde las Indias Orientales hacia lo que queda de una Europa ya rota y olvidada, cansada de su propio estar atareado y de sus aires de grandeza.

Deseo de vivir

Tal vez, en otro momento, todo lo que ahora sé, conozco, después de haber acontecido, resulte de utilidad. Igual mis elaboraciones, todos los baches superados en el camino, sean útiles. Tal vez alguien piense que yo y mis pensamientos caminamos rodeados de hermosura.

Huele a cloro. Hay balones en un cesto. Waterpolo. Aletas en otro. Natación.

-¿Qué se siente, papá? Cuando juegas a ser tiburón entre piratas.

-Liberación. Poder, desconexión -y le rasca la cabeza mientras ríe.

El niño sonríe.

-Y tú, mamá, ¿qué sientes?

Entonces miras a tu hijo y lo ves devolviéndote curiosidad con esos ojos azulones. Y contestas con un beso:

-Sintonía. Superación.

¿Qué es melancolía?

Llueve. Qué atípico.

Él y ella, juntos, pequeños, miran el suelo. Escuchan repicar las gotas

-Lo que queráis que sea, cuando sea.

Se miran y se ponen a jugar. Al rato vuelven.

-¡Mamá, mamá! ¡Hoy es un fuerte de bandidos!

Sonríes. Vas al salón, ves el sofá desmontado. Retrospección. Melancolía.

Domingo

Lo veo ahí, junto a la puerta, apenas unos segundos después de mi entrada en la sala. Está rodeado de familiares: su hermana, a su derecha; su madre, sumida en una conversación con otro conocido. Su abuela, que llora en silencio, sentada en uno de esos tres sillones grises de la esquina. Está pálido. Y solo. Solo ante la marabunta que entra, conmigo en ella, a dar el pésame. Solo como su hermana y su abuela. Como su padre, que casi no alcanza a saludar y a dar las gracias. Pero no tan solo como su abuelo, tumbado, descansando tras el cristal.

Baile de pasillo

Me toma la mano y, alzándola en el aire, me empuja hacia sí con suave ímpetu. Queriendo disimular su impulso en el atrezo de una broma. Mis pies toman base en el espacio que hay entre los suyos, y despegan en el momento en el que empieza a moverse, una vez ya ha hecho lo oportuno para que subiera mi otra mano a acariciar la piel que hay bajo su hombro.

Damos pasos acunados por su tarareo pícaramente intencionado -se supone-, cuidadosamente medido en realidad.

Miro hacia arriba, llena de sentimiento, llena de calma, y de luz, y de compenetración. Me devuelve la mirada y olvida lo poco que había de teatro en su gesto: solo baila. Nos besamos y hay ternura, ternura en nuestros ojos rasgados de sonreír, chispeantes, que se encuentran los unos en los otros.

Y entonces me hace girar por el estrecho pasillo.

Noches blancas

Dame un Estocolmo. Y unas Noches blancas en San Petersburgo. Vayámonos a respirar aire frío y a quemarnos los pulmones. Que se rían los que viven enfundados en una manta y asomados a la ventana, que no por ello nos vamos a quedar aquí. Como ellos. Esperando a que pase alguien por debajo de su balcón cerrado. Vayámonos a jugar con las manoplas puestas. A perder una en la nieve y la otra entre los neumáticos de un coche. A ser libres del mal entumecimiento y acoger el frío que no duele si no te paras a pensarlo. A correr por las calles con la eternidad como saeta, que aunque fugaz e ignífuga, nunca fue tan propia, tan nuestra. Vayámonos a bailar entre farolas encendidas al caer estas noches y regresar el ritmo de las horas, porque lo bonito es que no siempre es de día. Gritémonos verdades al oído y lloremos las mentiras, que nunca fueron tales mas malentendidos, en mesas separadas una con café amargo y otra con leche caliente. Vamos a compartir un croissant de vuelta a la calma, de “se terminó la tormenta”. De “ya no muerdo más”; porque si no es tu oreja de duende, tu labio carnoso, la punta plana de tu nariz, si no es nada de eso ya no tiene sentido. Volvámonos niños pequeños de nuevo, démonos el beneficio de la duda. Juguemos a ser enanos el uno para el otro y pasemos a ser mayores de golpe. Volvamos al presente. Quedémonos aquí. Viajemos con la mente, apreciemos ese banco. Andemos, andemos, andemos. Vayámonos a correr, vamos a sumergirnos en una piscina sin las pieles rusas, sin los mantos que cubren cuerpos que, en realidad, son todos desnudos. Desprendámonos de todo eso, hagamos real la teoría que envuelve nuestros sueños compartidos. Que no se quede en la almohada que robas tú, en el metro o más de colchón del que me apropio yo aún cuando ni siquiera es mío. Aún cuando me lo cedes con sonrisa en boca. Encontrémonos en una brazada, en un paso de baile, en un tropiezo. En el semáforo de un paso de cebra. En el ceda el paso de una intersección. Cedámonos el paso, y a ver quién se va antes. A ver quién decide quedarse. A ver si así entiendo tus manías de abuelo, tú las mías de alma solitaria. Cansémonos de haber agotado las pilas, nuestras y de la ciudad. Y así podamos mirarnos y decir: “Vayámonos ya a casa; una manta, sentarnos junto a la ventana”.

El basurero

Soy basurero, trabajo de tardes en una planta de recolección de residuos en la sección de “Papel y Cartón”. Estoy siempre en la misma tira, en el mismo sitio. Y es que este es el mejor puesto laboral del mundo.

Vivo solo en un pequeño piso. Es moderno, simple y sencillo. Y ecológico, claro.

A veces invito a los amigos y pasamos juntos la tarde del jueves, vemos un partido y nos tomamos unas Mahou. El domingo voy a comer a casa de mis padres. Después, el martes, como con mi hermana en su chalé y juego con sus niños. Tengo una vida feliz, porque a todo esto hay que añadirle que mi trabajo es casi magia. No habrá día que pase en el que no me percate de su valía.

Llego haciendo deporte y respirando el aire fresco del campo, porque aunque me guste vivir en el Casco Antiguo he de decir que como el olor a fresno, campo segado y lluvia, ninguno.

Contribuyo con el medioambiente en todos sus aspectos: desde que salgo de casa hasta que vuelvo a entrar. Puede parecer que es un trabajo aburrido, mecánico. Sin mayor aliciente intelectual. Es verdad que puede que no tenga mucho de esto último. Pero de lo que sí que tiene es del sentimental. Todo lo que llega a la sección del papel ha sido importante y, aunque ya no lo sea, nosotros vemos los rastrojos del fantasma de las caligrafías, cuentas, dibujos, cajas y folletos arrugados. Algunas personas tachan nombres y rompen en mil pedazos distintos. Otras, son las que me dan la vida, no se afanan mucho en la tarea y a veces incluso desechan documentos enteros, intactos. No es que lea cada papel que pasa por la cinta transportadora, esa que camina despacio pero nunca para. Sería una indiscreción, por no decir que tuve que jurar secreto profesional al acceder a mi puesto. La cláusula del contrato incluía no fijarse demasiado en los papeles que separabas y en los que dejabas correr. Pero yo disfruto viendo los resquicios de la vida de gente que no conozco y no voy a conocer, aunque parezcan un amigo más.

Antes no lo hacía. Disfrutaba de mi vida por las comidas en familia y las noches solo o en cuadrilla. Por mi envidiable casa. Por mi trabajo sano. Entonces, como todo en la vida, llega un día igual a cualquier otro pero diferente, en el que añades algo más a la lista. Y es que yo estoy enamorado de esa chica que escribe cartas no enviadas de amor y desamor todas las semanas y las recicla lunes, miércoles y viernes en la franja horaria de entre las seis y las diez de la mañana.

El primer día que me fijé en su letra fue porque resaltaba en un papel pulcro entre todos los otros papeles sucios. Lo rescaté más por impulso que por otra razón y cayó a mi bandeja de “Posibles objetos que no deberían estar en la cinta”.

Decía “Yo no sé si amar es incierto, si vivo y muero porque estoy sintiendo”.

No estaba firmada, así que no infringí nada. La guardé, era bonita. Volví a mí trabajo al día siguiente y ya no encontré nada.

Pero el viernes llegó otra, limpia de nuevo entre la suciedad. La saqué y la rescaté. Y así a días alternos durante mucho tiempo.

Al principio eran reflexiones, parecidas a las primeras. Yo me las llevaba a casa discretamente, tampoco era nada del otro mundo retirar papeles de la cinta. Bien porque se caían, bien porque eran plastificados… Había veintiún mil motivos distintos.

En cosa de un mes me encontré con la cuerda que tenía encima de la cabecera de mi cama llena de pinzas con doce papeles colgados, distintos pero escritos por la misma mano.

Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba loco por esa desconocida tan conocida mía.

Yo le hablaba despierto, le hablaba dormido. Observaba su letra, la miraba y la remiraba. Surcaba el trazo del bolígrafo, del lápiz. Ya no me cabían en la cuerda. Empecé a empapelar la pared.

Luego empezó a escribirle a él. A alguien, a un Platón enamorado. Los papeles ya no eran tan perfectos, tenían tachones de palabras e incluso de líneas enteras. Otros borrones y tinta corrida de lágrimas salinas cuyo surco en el papel empecé a recorrer con los dedos cada noche. Un día los borradores dejaron de pasar por mis manos.

Me olvidé de ella, borré su imaginada imagen de mi cabeza. Mi serpiente pitonisa, mi Nefertiti empapelada. Mantuve un par de las cartas, que para el que escribe la letra de otro no es más ni menos que el espejo de su alma.

Al año y poco rescaté, sin mayor interés, una tarjeta blanca azulada plastificada. Una invitación de boda escrita por un puño y letra que ya solo recordaba en las noches de morriña.

Garabatos

Dos metros cuadrados en el suelo. Uno en un aula. Otro en otra.

Dos pupitres. Uno en una clase. Otro en la de enfrente.

Dos pupitres. Uno en una punta del pasillo. Otro en la otra.

Dos pupitres. Uno en la sexta fila. Otro en la segunda.

Una mesa. Dos sillas enfrentadas.

Dos pupitres. Puntas opuestas, inexistentes, de la clase.

Un espacio, existente.

Estamos en San Petersburgo. Rusia ve atardecer con su acostumbrada calidez, reflejando la luz del sol poniente en los edificios de los zares. Rusia es la madre, y todo lo que en ella acontece son semillas florecidas bajo su manto cubierto de brasas.

Desde mi ventana se ve la Храм Спаса на Крови, la Iglesia del Salvador sobre la sangre derramada.

Salgo de entre el edredón blanco de invierno con pequeñas golondrinas pintadas aquí y allí. Tras una de esas siestas reconfortantes me asomo al alfeizar del amplio y cristalino boquete de la pared de este apartamento privilegiado.

Voy a la mesilla y recojo una taza de café, y envuelta en una capa de seda giro entorno a mi amplia habitación.

El rojo, marrón y naranja del día que expira se mezcla con los blancos y rosas palo de mi resguardo, con las fotos enmarcadas en las paredes. Con la simplicidad y la perfección de todo.

Paso por delante del espejo batiente, pero apenas me paro. Voy perdida en el trance de esta hermosa ciudad y de mis desordenados pensamientos. Paso al salón, más que salón es un mirador al exterior, con sus grandes balcones abiertos. Me encanta la luz, ver fundirse los colores y disfrutar con el paso del tiempo. Las cortinas finas como el papel maché, revoloteando con el viento. Jugando con las sombras.

Me quedaría una vida entera en Rusia. Viendo a la gente pasar envuelta en pieles, oliendo su aire frío y melancólico por la mañana y su brisa gélida, que de gélida, pasional, cuando llega el momento otoñal, nocturno; de manta y tarta de chocolate.

Anteponiendo un pie descalzo al otro, rozando el suelo de madera con las yemas de los dedos, vuelvo obnubilada al espejo. Como si bajo el efecto de una canción se tratase, la capa cae al suelo deslizándose por mi piel. Viajo a las inmensidades del taquillón, rebuscando secretos para la vista en el interior de sus cajones.

Poco a poco voy cubriendo lo que la gente ve de mí a simple vista con capas y más capas de abrigo. Un sostén aquí, un calcetín allí.

Los polvos y la máscara están en el lavabo.

Bien en la inopia, bien en el mundo de las ideas perfectas, recojo mi melena.

Retorno a la realidad de manera más o menos consciente a buscar las llaves. Cruzo el apartamento, cada vez la luz es más viva. Las farolas se han encendido hace ya un rato.

Me pongo los tacones en la entrada, despidiéndome de mi morada de manera temporal con pisadas vivaces, imaginándome pequeña de nuevo.

Salgo, cierro, me encuentro con la vecina de ochenta y tantos años, que sigue subiendo las altas escaleras de este caserón del siglo XX desde hace media hora.

La fiesta en San Petersburgo es de carácter más bien sideral. Es una metáfora. Es sencilla. Y es única. Puedes salir sola, nadie lo ve extraño. Conoces a gente, intercambias un par de copas y regresas a tu casa. Y entre tanto dejas a la mente divagar.

Llego hasta mi sitio favorito en la noche rusa: el bar Kishka.

Hoy es 24 de octubre, 2026.

Una chica me invita a una copa. Yo le pago el aperitivo.

Me pregunta por mi país. Por mi vida. Por mi trabajo. Buscando desvelar la identidad que parece que todo el mundo trata de ocultar. Entablamos una conversación larga y tendida.

«Estoy cubriendo una conferencia sobre el desarrollo de la plasticidad encefálica a partir del uso de maquinaria tecnológica en chiquillos, gente en edad de desarrollo. Es en un par de días».

Ella es bailarina. La pluralidad de este lugar.

A la salida del bar me encuentro con un chico más o menos de mi edad. Me recuerda a alguien.

Vuelvo a retozar pronto, no son más de las dos.

En la brevedad de mi trayecto, nada en comparación con los tantos otros viajes que hago al cabo del día, descubro la realidad de lo inocuo en mi propia realidad. Mi libertad de pensamiento no deja de encarcelarme en la complejidad de mis propios descubrimientos, como si en vez de encontrar respuestas encontrase más y más preguntas.

Los recuerdos, ¿qué son sino impresiones? ¿Qué son sino vivencias anteriores y actuales? No dejo de vivir lo que viví, no dejo de pensar lo que pensé. Pero pienso y vivo nuevo, así que la vida no se hace más sencilla, sino más complicada.

Vivo mi vida de antes, porque es un libro que llevo guardado en mi pecho con veintiuna mil anotaciones, veintiún mil marca-páginas. Y sigo escribiendo.

¿Qué fue el estudio reiterado? ¿Qué fue lo vivido y lo sentido, sino mi vida, una brisa?

Y recuerdo y no sé lo que recuerdo.

Atravieso el portal del palacete y subo los peldaños de piedra. La mujer sigue subiendo, tranquila. Lleva toda la tarde, pero ella no lleva prisa.

Me acurruco en el sofá, frente a un televisor que grita y no dice nada. Abro un álbum de fotos y viajo de nuevo, ahora una de esas distancias largas. Viajo y vuelvo al origen de mi pensamiento tal y como lo conozco hoy. Al inicio de mi libertad tal y como la disfruto. Y tal y como la padezco.

Leo las anotaciones que hice hace ya unos cuantos años, si no diez o doce, no sé cuántos. Leo las que me dieron y guardé como oro en paño, que para el que escribe la letra de otro no es más ni menos que el espejo de su alma. Entonces recuerdo, no de manera abstracta como todos los minutos del día, sino con nitidez.

Cada vez tengo los pies más fríos, congelados por el lapsus entre un segundo y otro. Congelados por un lapsus prolongado y olvidado, resucitado y enterrado.

Recojo el álbum, que no por ello en blanco, y me dejo llevar por la calidez de la desconexión, la que traen las sábanas y la propia madurez, la que dice que no pienses en algo sin retorno, insípido, ilegible. En algo que no terminó, pero cesó de existir hace ya mucho.

Duermo con una presencia nueva en la ciudad. Enterrándola de nuevo. Sueño desierta de ese pensamiento.

Me pongo los tacones en la entrada, despidiéndome de mi morada de manera temporal con pisadas demasiado largas, demasiado lentas, imaginándome mayor como la mujer que —aún— no ha terminado de subir las escaleras.

Salgo, la saludo y me sonríe.

Corro a través de San Petersburgo. El metro, el autobús. Corro, corro, corro.

Llego a la conferencia.

«Periodista».

Enseño mi carnet de acreditación. Me dejan pasar. Me informan de que el ponente ha fallado, de que ha venido un sustituto. Resoplo y retiro mi suspiro. Me acomodo en la primera fila, es un lugar privilegiado. Como todo en San Petersburgo.

Tengo comprobado que los cambios enseñan, que el conocimiento es coherencia y que la coherencia deja paso a lo necesario, siempre que sea razonable.

Divago por entre las páginas en blanco, de papel cuarteado, de un cuaderno artesanal antes perdido en la balda de una estantería. Rescatado. Poblado de vivencias. O, en este caso, de trabajo con fecha de entrega.

Dejan caer el folletín de la ponencia sobre mi regazo, esos con nombre y fecha, con argumentación y expresión gráfica. Esos que estudias para hacer tu artículo digno de ser publicado en una columna de periódico, después de eliminar la subjetividad del individuo que trata de venderte su mundo dejándolo al margen, transmitiéndolo sin sentimiento y desde la frialdad de la objetividad. Sin darse cuenta de que la herramienta que busca no es un par de conectores y oraciones compuestas con tecnicismos, sino la calidez de la razón, que muchas veces queda oculta bajo su propia apariencia distante.

El folletín, ese del que hablábamos, todavía está caliente. Habrán tenido que volver a imprimirlos. Jugueteo con él sin mirarlo realmente. Solo los leo en casa. Ignorando los correos electrónicos del director de impresión. Ignorando la presión, la censura, el constante reclamo de velocidad.

Garabateo la fecha en una esquina. 26.

«Buenos días».

Alzo la mirada de mi pequeño universo.

Me lleno de garabatos. En las manos, piernas, labios y nariz. Veo cordones negros, enredados. Veo páginas escritas y borradas, empapadas y secadas. Las letras vuelven y se regocijan con el reclamo que mi ser ha ejercido sobre ellas, casi sin que él mismo se haya dado cuenta, de manera tan fugaz. Tan perdurable.

Bajo la mirada al folleto, leyendo —en verdad— contra naturam. Bastante antes de tiempo. Pero es que tempus fugit.

Fecha: 26 de octubre.

Ponente: .

Habla y yo escribo, y escribo sin saber qué escribo.

Finaliza la ponencia. Turno de preguntas.

Me mira. Y lo miro.

¿Infinito? Finito.