Piel, reflejo de signos

Me gusta el sillón verde de la sala de estar de la residencia. El que mira hacia el parque para niños que construyeron hace poco. El de la ventana alta.

Me gusta porque veo a la gente junta, disfrutando. Al niño que se cae del patín, al que su madre regaña por no tener cuidado mientras su tío, porque seguro que es su tío, le hace un par de carantoñas y lo lanza al estrellato de nuevo. Porque así se vive, de salto en salto. De ascenso a caída, de caída, a ascenso. Me gusta este sitio porque veo a la gente reír, llorar. Compartir.

Había olvidado lo que es sentirte sola. Sí, llevaba muchos años conmigo misma, pero estaba bien, acompañada, en mi pisito, con mis cartas, mis libros, Dios y mis historias. Estaba bien, hasta que un día anhelé amistad, pesó la soledad y decidí mudarme aquí. Y feliz, feliz. El problema es que también había olvidado que para muchos soy invisible. La mujer que, a su aire, pasa el tiempo. La señora que signa, a la que nadie entiende. La abuelita silenciosa del sillón verde.

Estaba sentada tranquila, mirando la calle, y ha venido la señora de la 306. Lo sé porque no oigo, pero observo. Miro muy atentamente. Me he girado, sorprendida, al ver su reflejo en el cristal. Nos hemos entendido. Papel, lápiz, signo en mano. Luego jugaremos a la brisca. Ella tiene los ojos muy bonitos, brillan entre surcos grabados por sentir. Brillan igual que mis manos, con la piel arrugada como reflejo de mis signos. Viva de mucho vivir.

Risa de bebé

Me voy despertando, somnolienta, y conforme recobro la conciencia me empiezo a sentir molesta. Remoloneo, entre sombra y lucidez, queriendo volver a la anestesia del sueño. Pero no. Súbitamente confusa, inquieta, me yergo de golpe, porque no siento su movimiento dentro de mí. No noto sus acostumbradas pataditas. Me llevo las manos a la tripa, aún redondeada. Desalojada. Casi al momento recuerdo que ya no está aquí. Que lo tengo que buscar fuera.

La cuna está un poco alejada de mi cama de hospital, junto al sofá en el que, dormido, descansa mi pareja. Me levanto con esfuerzo, intentando no mirarme las manos. Odio las vías, las agujas.

Despacito, llego hasta él. Tiene barba de dos días. Le acaricio la mejilla y el rizillo de encima de la frente. Después, miro a mi niño. Redondito, pequeño. Dulce. Coloco mis dedos cerca de su boquita, de su nariz, para sentirlo respirar en medio de este eterno silencio. Sí. Aquí está. Duerme.

Son las tres menos diez de la mañana. Él se sobresalta y, rápido, se inclina sobre la cuna. Rompiendo mi quietud. Lo sigo, sin saber por qué. Coge a nuestro hijo, y es entonces cuando veo que está llorando. Me quedo quieta, vuelve a mí el miedo. Bajo las manos a mi vientre, sintiéndome perdida. Temo no escucharlo, porque no lo escucharé. Porque no oiré su llanto ni su risa.

Mi marido me mira y veo que entiende. Que ve mi confusión. Suave, me sonríe, y señala la cama. Me tumbo y me pone al niño sobre el pecho, siento su lloro contra mí. Abrumada, lo acaricio, le signo bonito. Y poco a poco, entendiéndonos, percibo que regresa el silencio. Lo siento, pequeño, por no oírte. De verdad que lo siento. Pero te prometo, te prometo, que te sentiré. Que te siento.

Aire

Ya apenas lo pienso. Alzo la mano, me apago la oreja. Cierro el bolso. Moneda y taquilla.

Me deslizo a través de las puertas de cristal, y de golpe noto la humedad. Desprotegida, con los oídos desnudos, el tímpano dormido. Con voz pero sin sonido. Aislada de la seguridad que me confiere ese, mi quinto sentido accesorio.

Dejo la toalla, escojo calle. La segunda por la derecha, cerca del ventanal que protege la piscina del viento. Del frío. Observo caer la tarde y, con ella, poco a poco, su luz. Me coloco las gafas. Oscuridad.

Descalza, avanzo hasta el borde de la piscina. Me coloco, tomo aire.

Siento el agua contra mis dedos, helada, al zambullirme. Contra mi cara, tersa. Contra el estómago, vacío. Bailo con ella, la acaricio. Absorta ya. En paz. En sintonía. Nadie escucha aquí abajo.

Bailarina silenciosa

Me encanta bailar y la Navidad. Papá me ha hecho el disfraz, está en la silla. Esperándome. Es un patito amarillo: tiene pico y alas de cartulina, y una bolsa amarilla con plumitas dibujadas. Cuak, cuak. Mi pato se llama Teo. Espero que no se vaya volando por la noche. Papá signa que no, que tranquila, y me da un beso para que duerma bien. Pero cuando se va y cierra la puerta no aguanto y me levanto. Cojo la careta. Si Teo se quiere ir no lo oiré volar, pero si lo tengo cerca lo notaré moverse y podré agarrarlo. Además, seguro que Teo quiere dormir conmigo.

Mi patito no se puede ir porque mañana es el mejor día del año. Mamá saldrá pronto de trabajar y vendrá a verme al cole con papá. Bailaré con Leire y con Javi. Sé que la canción que bailamos es muy bonita, aunque no la pueda oír. Lo sé porque mis amigos sonríen, nos movemos de forma divertida. Y porque yo me siento contenta cuando bailo. Para eso no hace ninguna falta escuchar.

Todos mis amigos llevan zapatos. Yo no, bailo descalza. Así siento la canción, porque el suelo baila también. Se mueve. Desde el escenario veo a mamá, sentada en una butaca, aplaudiendo con las palmas de las manos en el aire, agitándolas. Los demás papás aplauden diferente, chocan las manos. Pero mi mamá aplaude más bonito. Papá me graba. Es la mejor noche. Baila, baila, baila. De mayor seré bailarina. Bailarina silenciosa.

Oye

Vacío. La ausencia de. De ti, de mí. De un ambiente, sabor. Voz. De una ilusión. De una persona. Sentimos esa falta de por oposición, por contraste. Lo tenía, ya no lo tengo. No somos conscientes de la suerte, del sentido de lo propio, hasta que se hace patente su ausencia. Ley de vida.

Es entonces, cuando falta, cuando te das cuenta de que el ritmo que te gustaba era el de la música de los sesenta, de que como el pisar de tus tacones anteriores no hay, porque eran más cómodos, y sonaban más seguros, más perfectos. De que el buen sabor a café era el de tu antigua cafetera. Es entonces cuando ves que esa llamada sin contestación, esa voz que quedó colgada en el aire, fue la oportunidad por la que no arriesgaste y la que tenía que haber sido tuya. Porque no te quitas de la cabeza ese «¿Y si…?».

Es ahora, cuando paseas por la calle y llega ese brazo de viento con el olor de la persona a la que quieres, cuando paras en seco y te giras a buscarla, pareciéndote oír, también, tu nombre de su boca, pero no la encuentras. Ves que no está. Y piensas que ojalá estuviera.

Vivimos en pérdida. Perdiendo. Porque quien vive, crece, cambia. Y el cambio es, al mismo tiempo, proclamarse vencedor y vencido. Perdemos porque hay algo que perder. También, con todo, algo que ganar. Al menos, recuerdos.

Vuelves a tu infancia mientras escuchas al hijo del vecino correteando por el pasillo, y te envuelve la melancolía. Enciendes la radio y suena esa canción que te lleva al verano del 86. Visualizas la discoteca, aquel beso. Un paseo silencioso por la noche por la plaza del pueblo, cogiendo la mano de tu primer, segundo, tercer amor. Llega el final del verano.

Volvemos al pasado a través de los sentidos. Pasa por nuestro lado cuando vamos al armario, ese que no se abre desde hace tiempo, y rebuscamos entre la ropa de quien falta. Hundimos la nariz. Por un momento, nos sentimos en casa. Ahí están, en esencia. Embriagándonos. «Te echo de menos –pensamos–. Echo de menos, incluso, el recuerdo de ti».

Y es que con el paso del tiempo, todo se desdibuja. Olvidamos las caras, los olores acaban diluyéndose en el aire. Rememoramos el tacto de las yemas de sus dedos, de las palmas de sus manos. El de sus labios, el roce de una barba, de una punta de nariz. Pero se siente distante. La voz se hace lejana; cerramos los ojos para intentar recordar. Queda la risa, con un poco de suerte. Queda el timbre de un «Te quiero».

Tenemos suerte. Recordamos porque perdimos, y perdimos porque teníamos. No podemos volver al pasado, pero podemos rebobinar sobre lo inmortalizado. Los olores, el sabor, se van. El tacto se difumina. Queda la imagen, no ya en la memoria sino en el papel. En digital.

La foto evoca sentimientos, sensaciones. Grabamos horas y horas de nuestra vida, dejamos constancia de todo. Nos rodeamos de vídeo. En un tiempo, quizá unos meses, unos años, nos encontraremos con un fichero, ese yo del pasado, acompañado de lo que fue y no es. Reproduciremos un archivo de audio con la voz de alguien a quien no escuchamos desde hace mucho tiempo. Y sabremos que es esa persona, a pesar de que ya apenas recordábamos su sonido. Algo hace clic, resuena en nuestro interior. Y suena bonito. Porque, incluso con la imagen, nos sentimos fríos. Pero la voz envuelve, acuna. Cerramos los ojos y estamos ahí de nuevo, sin echar de menos, enredados en un diálogo en el que somos interlocutores silenciosos. Es un pacto de ficción que nos deja ser partícipes de lo que una vez fue realidad.

No somos conscientes del valor de lo que tenemos hasta que se convierte en ausencia. Recuerda la voz de tu tío, de un amigo. De tu madre. De esa persona de la que te separaste, de quien aún te duele. Vuelve sobre sus audios, vuestros vídeos. Cierra los ojos, siéntela ahí. Cerca, casi palpable. Ahora imagina no haberla escuchado nunca. Ni a ella, ni la canción que marcó tu juventud, ni el chisporroteo del aceite cuando tu abuela hacía rosquillas, ni el sonido del metro en el que, sin saberlo, se marchó alguien a quien no volverías a ver. Imagina no tener su voz, de lo más característico de la persona, la forma en la que te habla, en la que te acarician sus palabras. Imagina no escuchar. Vacío, pérdida. Soledad. Silencio.