Risa de bebé

Me voy despertando, somnolienta, y conforme recobro la conciencia me empiezo a sentir molesta. Remoloneo, entre sombra y lucidez, queriendo volver a la anestesia del sueño. Pero no. Súbitamente confusa, inquieta, me yergo de golpe, porque no siento su movimiento dentro de mí. No noto sus acostumbradas pataditas. Me llevo las manos a la tripa, aún redondeada. Desalojada. Casi al momento recuerdo que ya no está aquí. Que lo tengo que buscar fuera.

La cuna está un poco alejada de mi cama de hospital, junto al sofá en el que, dormido, descansa mi pareja. Me levanto con esfuerzo, intentando no mirarme las manos. Odio las vías, las agujas.

Despacito, llego hasta él. Tiene barba de dos días. Le acaricio la mejilla y el rizillo de encima de la frente. Después, miro a mi niño. Redondito, pequeño. Dulce. Coloco mis dedos cerca de su boquita, de su nariz, para sentirlo respirar en medio de este eterno silencio. Sí. Aquí está. Duerme.

Son las tres menos diez de la mañana. Él se sobresalta y, rápido, se inclina sobre la cuna. Rompiendo mi quietud. Lo sigo, sin saber por qué. Coge a nuestro hijo, y es entonces cuando veo que está llorando. Me quedo quieta, vuelve a mí el miedo. Bajo las manos a mi vientre, sintiéndome perdida. Temo no escucharlo, porque no lo escucharé. Porque no oiré su llanto ni su risa.

Mi marido me mira y veo que entiende. Que ve mi confusión. Suave, me sonríe, y señala la cama. Me tumbo y me pone al niño sobre el pecho, siento su lloro contra mí. Abrumada, lo acaricio, le signo bonito. Y poco a poco, entendiéndonos, percibo que regresa el silencio. Lo siento, pequeño, por no oírte. De verdad que lo siento. Pero te prometo, te prometo, que te sentiré. Que te siento.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.