Avión de platina

Plácido, duerme. Está arropado en una cama pequeña, de estas de niño, vestida con sábanas azul oscuro, como el cielo que anochece. Un cielo salpicado por aviones.

Es un niño rubio, precioso, de dos años, con carita tostada y nariz redondeada. Tiene las pestañas largas, ahora entrelazadas las unas con las otras en un sutil abrazo, en el inocente enlace de los párpados de quien sueña tranquilo.

Apago la luz de la mesita e intento salir de su cuarto sin tropezar con los Legos con los que ha estado jugando y que, desobediente, no ha recogido. No tengo éxito.

Con la planta del pie resentida, entorno la puerta. Busco encontrar el punto de equilibrio perfecto en el que, a través de solo una rendija, vea una fina columna de luz, la natural de nuestro pasillo con ventana, si despierta a mitad de la noche.

Él me espera sentado en el sofá, con la serie en pausa y una onza de mi chocolate preferido. Un beso, sencillo, tierno. Me acurruco contra su costado, rodeada por su brazo.

Vemos Manifest. Un vuelo, el 828. Un viaje a Nueva York. Un salto de cinco años en el tiempo y el regreso a la vida de unos pasajeros a quienes todos daban por perdidos. Pasajeros que no han envejecido, que han salido de un Triángulo de las Bermudas aéreo sin siquiera haberse dado cuenta de que habían entrado en él.

–¿Te imaginas no haber vuelto? –pregunta, jocoso.

–¿Vuelto?

–De tu viaje a Nueva York.

Terminamos el capítulo. Once y media de la noche. Recogemos, cansados. Él programa el lavavajillas, yo ahueco los cojines del salón. Uno verdinegro, de lino recio. Otro con funda de algodón, de tonos más cálidos.

Él pasa por el baño, yo apago luces. Sombra, salita. Sombra, salón. Nos juntamos en la cama.

Escribo en mi diario. Vuelvo en pensamiento a Nueva York, hace ya unos años, con sus condicionantes. Con mis condiciones. La incomodidad, la ilusión. Me veo en mi incipiente juventud. Como un fogonazo sin luz, porque viajé por la noche, vislumbro la pantalla del asiento de enfrente, que muestra mi hoja de ruta. Que me señala, en vivo, volando. Con certeza, sin dudas. Indica velocidad, altitud. Temperatura. Vuelve a mí, atenuada, la inquietud de saberme a mitad del océano y la presión palpitante de mi subconsciente, que me atrapa y evita que mi mente siga por esos derroteros porque tampoco quiere pensar en la caída. Recuerdo sentirme segura en mi ignorancia autoprovocada aun a aquellos kilómetros de altura que no alcanzo a imaginar. En el frío que sé que hacía fuera, pero que no siento. Era por abril.

Deslizo los pies en mis pantuflas, voy a la estantería colgante que adorna la pared de al lado del espejo que tenemos apoyado en el suelo. Mis diarios, uno detrás de otro, en la balda de arriba.

2019, 19. Efectivamente, abril. Viernes. «Bye, bye, New York. Ha sido más que suficiente». Morriña, melancolía. Cuando viajas quieres volver y, cuando vuelves, desearías haberte quedado allí más tiempo.

Recorro mi letra con los ojos. Sigo usando el mismo Pilot azul de tinta líquida, punta de 0,7 milímetros. Es el único que, con mi pulso, en mi puño, desliza bien sobre el papel. Leo:

«Hemos vuelto a ver Times Square, Tiffany & Co, el inicio de Central Park. Hemos comprado tarta. Y nada, lazo al viaje y al aeropuerto. Sigo estudiando, me quedan tres horas y media. Ganas de casa. Escribo en las estrellas».

–¿Qué lees? –me pregunta.

Me giro y lo veo observarme atento, curioso. Cansado.

Devuelvo el diario a su hogar y, súbitamente sibilina, vuelvo sobre mis pasos.

–El pasado –sugiero.

–¿Y cómo es? –me sigue, entrando al juego, agarrándome del brazo y empujándome hacia sí, echándome sobre la cama.

–Pasado –murmuro, y con eso ya lo he dicho todo.

Desliza las yemas de sus dedos a lo largo de mi bíceps, y las baja por detrás de mi hombro. Su mirada es profunda. Recostado, alza su barbilla hacia la mía, raspándome con su barba de dos días. Rozamos nariz con nariz, apoyamos frente con frente. Reímos, entendiéndonos. Y viajamos.

Es irónico, algo triste. Sentir tan cerca y tan lejos. Pero es así.

Duermo de corrido, con las dudas, la incertidumbre propia del vivir, haciéndose manifiestas a través de mi imaginación.

–Mamá, mamá –me llama Álex–. Mamá.

Voy rápida, salgo del desvelo. Mamá.

–Qué pasa, renacuajo –pregunto, sentándome en el borde de su cama.

Sube los bracitos hacia arriba, buscando jugar con mi pelo como siempre que me ve y quiere dormir, siempre que está nervioso. Enreda un dedo, el otro. Tira. Me recuerda a mi hermano cuando era pequeño.

–¿Has soñado feo?

Apenas tiene los ojos abiertos:

–No sé.

–Vaya, ¡qué rápido te has olvidado!

Le hago esas carantoñas que tanto le gustan, las de siempre. Un par de pellizquillos en la panza. Se ríe suave, ya relajado, y bosteza.

Vuelve a dormirse enseguida. Yo, gracias a Álex, veo las primeras luces del día. Negro, negro tizón. Gris. Y rompe el naranja.

Desvelada, voy a prepararme el café. Es martes. Enciendo la radio, entro a mis redes. Actualizo los perfiles. Con la taza ya en la mano, me siento en el banco del mirador.

Buenos días, mundo.

Poco a poco, la ciudad amanece. Una ventana aquí, un transeúnte allá. El camión de la basura, batido en retirada. Mi casa despierta también. Entre coladas, platos y fuegos de cocina, dan las ocho.

–Voy yo –me dice Lucas con una chapadita por detrás, y va a despertar al crío.

Siempre se le pegan las sábanas. Siempre tarde. No puedo quejarme, le viene de familia. Aparecen al poco, él a hombros de su padre, cruzando a todo correr la jamba de la puerta:

–¡Y vamos a aterrizar, señores, aterrizamos…! ¡Hay turbulencias! ¡Pruuuuum…! ¡Ooh… el piloto Álex lo ha salvado, queridos pasajeros! ¡Hu…rra!

Lo tira al sofá, con el suficiente cuidado, con la suficiente falta de delicadeza. Caída perfecta. Plas.

–Que lo vas a marear –me río.

Y acierto. Nos cuesta el doble de tiempo que de normal que le pase la leche.

–¿Qué vamos a hacer hoy? –pregunta, con la boca llena de migas de galleta y articulación dudosa.

–Mamá se va a ir a trabajar… Y tú y yo vamos a ir a hacer la compra –explica Lucas. Sencillo, claro. Como es él.

–¿En avión?

Ya duchada, cojo la mochila y me calzo las zapatillas. Están muy trotadas. Al dente. Perfectamente domadas.

–Pilotad a gusto –me despido.

No hace frío, o igual es que ya estoy muy entonada, que llevo un jersey de esos suaves muy de entresemana. Respiro el petricor. Por las mañanas siempre sigo la misma ruta; es después de la jornada, volviendo a casa, cuando tiendo a innovar. A primera hora siempre bajo mi calle y llego a la ría. El tráfico es el que es, con cada coche yendo a un destino diferente, la gente acercándose a los pueblos de alrededores para trabajar, cruzando el monte. O, simplemente, atravesando la ciudad. Gente, la justa, pisa estos adoquines. Hoy, con todo, no hay silencio. Poco más adelante hay una excursión de niños de seis, ocho años. Más cerca de los ocho, probablemente. Van bajando hacia el Casco Antiguo, hacia el bulevar. Una pareja se desliga, o más bien retrasa, porque la mirada atenta de la maestra sigue ahí. Se paran a mirar el agua desde el muro de piedra. La chiquita tira un palo, pequeño, y allá vuela, haciendo piruetas, hasta desaparecer abajo, zambullido, con un chapoteo inaudible desde aquí. El niño la mira y mira la piedra que tiene en la mano. Tirarla o no. Guardarla o no. La pérdida es palpable antes de materializarse porque se intuye. Se intuye, pero no se siente.

El día avanza lento.

–¿Cómo vas?

Miro el reloj, la una menos cuarto.

–Bien. ¿Vosotros?

–Pues descansando un poco, ¿verdad, campeón?

No escucho a Álex a través del teléfono, pero me lo imagino. Esta es su hora mala. Vuelvo a mirar el reloj. Lo que me queda lo puedo hacer desde casa.

–Voy para allí, ¿vale? Y comemos pronto.

Recojo mis cosas. Hoy no innovo con mi camino, voy directa. Quiero llegar ya. Ayer.

Paso por el quiosco de enfrente de nuestro portal antes de subir:

–¿Te ha llegado, Jorge?

–Aquí está –me sonríe el tendero, y me tiende el último suplemento del periódico local.

–Le va a encantar. Mil gracias –le pago. Intento dejarle la propina, pero no me la coge. Para variar.

Subo las escaleras a buen ritmo. Una, dos, tres. Últimamente no tengo tiempo para ir al gimnasio, me repito que de esto a las sentadillas no puede haber mucho. Aunque tampoco importa.

–¡Huola, pareja! –escondo mi regalo para Álex tras la espalda.

Viene despacito por el pasillo, pero viene.

–Ma.

Empieza a contarme que le han dado un poco de queso en el mercado. Que estaba rico. En cuclillas, miro más allá de él y veo a Lucas, algo absorto, apoyado contra la pared. Me siente y sonríe, y se revuelve el pelo. Es muy moreno, lo lleva medio largo. Nos perdemos unos segundos el uno en el otro. Álex me toca la nariz, reclamando mi atención.

Descubro mi regalo. El periódico está editando un especial sobre aviación y con cada entrega incluye una maqueta para coleccionistas. De momento, las tenemos todas. Hoy traían el Boeing GA-1, hidroavión estadounidense de 1916.

Su reacción no defrauda. Tiene poca energía, pero la invierte en hacer volar el modelo con la mano. Arriba, abajo. Hacia más allá.

Comemos y acabamos sentados en el suelo, sobre la alfombra, con la espalda apoyada contra el sofá. Álex se duerme en mi regazo. Suena Sinsinati, muy suave, de fondo, en la radio: «La manera de vernos sin miedo cuando éramos dos».

Lucas acaricia la cabeza de nuestro hijo. Él resopla suave, muy suavemente, desde su descanso. Tan cerca. Tan lejos como temo.

–¿Cómo le ha sentado la pastilla hoy?

Lucas me mira, escruta mi expresión. Contesta que, dentro de todo, bien. Vuelve la vista a Álex. Tiene los ojos cansados, preocupados, pero siempre encuentra la chispa en los momentos importantes. En los del día a día. Conmigo, por la noche, al amanecer. En un minuto de complicidad. Con él, cuando lo acuesta, cuando lo lava, cuando juegan. Tiene chispas para casi todos los minutos. Me desasosiega que pueda perder la suya.

Dejo lo que me queda del trabajo para la noche, como tantos otros días. No pienso sacrificar este momento. No sé cuántos más vamos a tener. Igual son mil, igual infinitos, como en cualquier otra familia. Igual ya no.

La tarde nos alumbra. Por eso me gustó este piso cuando lo vimos por primera vez: los techos son altos; los balcones, grandes. Es todo luz.

–Álex, cariño. Álex.

Remolonea. A nosotros nos duelen los riñones, pero tenemos el espíritu algo más apaciguado. Es un trueque provechoso.

–Vamos a ir al parque. ¡Igual está Jon! A ver si tenemos suerte.

Preparamos la merienda, unos bocatas de chocolate y margarina envueltos en papel de plata. El especial de la casa. Aún adormecido, se calza las botas y se pone el abrigo. No nos dejamos engañar por el sol: ya es otoño.

Nos aventuramos a través de las calles sin silleta pero con patín. Papá empuja intentando que no se note mucho, porque a Álex le gusta conducirlo solo. Mamá lleva la mochila con el agua, la medicación y todo lo demás. Es una mochila triste, pero ahora un poco menos: llevamos cacao.

Cruzamos un jardín de naranjos. Aquí siempre huele bien. Después llegamos a los columpios y pasamos de largo, porque un poco más allá están los buenos de verdad.

–Secreto, ma –me dice Álex, y entona un «Chss» con los labios. Es su sitio especial.

Hay un árbol pequeño, que más bien parece un arbusto enorme, con un hueco sin hojas ni ramas en el que justo caben cinco niños pequeños si, bien coordinados, se sientan ordenados. También hay una fuente muy grande en honor de un pintor de la zona. Apenas cubre y está llena de adoquines. A estos enanos les gusta mucho jugar ahí.

Echamos la tarde, con unos, con otros. Lucas y yo descansamos algo ante la mirada atenta del resto de los padres sobre sus hijos y sobre el nuestro. Disfrutamos del aire, de estar sentados en un banco y de sentir que todo, todo, más o menos, sigue igual. Que todo es normal.

–Mamá, mi avión –me pide Álex. Quiere enseñárselo a Mario, otro amigo. Hoy Jon no ha venido.

Miro a Lucas, pero ni él ni yo lo hemos traído.

–¿No lo has cogido tú, renacuajo? Pues vamos a tener que hacer otro, mira.

Con un poco de gracia y ayuda de la mano diestra de Lucas, ensamblo uno con el papel de plata que, cumplida su misión, íbamos a tirar. Vida nueva, amigo. Disfrútala.

Álex es muy imaginativo. Juntos, él y Mario avanzan hacia la fuente. Se sientan frente al agua, que de vez en cuando los salpica, y juegan a pilotar el cielo y las estrellas. Yo solo pido que no vuelen muy alto, muy cerca del sol, y se quemen.

Un niño cae, empieza a llorar. Tirita. Otro se ríe. Balón. Así, poco a poco, pasa el rato.

Notamos el cansancio. Lucas, en su ademán algo más serio, más introspectivo. Yo, en mis pasos cada vez más rápidos, más necesitados de colchón. Álex va en mis brazos, dormido.

Lo despertamos para cenar. Un baño rápido, un poco de crema. Alguna que otra advertencia medio seria para conseguir que se lave los dientes, porque no le gusta nada. Y vuelta a la cama. Hoy lo despedimos los dos.

–Buenas noches, bonito –dice Lucas, que siempre le baja la persiana un poco menos que yo. Será porque a mí la luz me molesta mucho cuando duermo, no así a él. Podría dormir durante el día, durante la tarde. Cuando fuera.

No nos hace falta hablarlo siquiera, pero, acompasados, compenetrados, decidimos saltarnos el sofá, los preámbulos. Limpiamos la bañera de Álex, nos duchamos juntos. Silenciosos, despacio, hacemos el amor.

A medianoche me despierto, inquieta, y no puedo evitar llorar. Tenerlos, tenerlo todo, y poder perderlo. Lo palpas, lo atisbas, pero no lo sientes. No realmente.

Vivo con intensidad. Abrazo con fuerza, despido con pulso firme. Soy así. Gestiono mucho, porque siento mucho. No quiero despertar a Lucas, no quiero seguir sumando a lo que ya llevamos. Controlo, conmigo misma. Yo. En mí. Y, así, escribo. Escribo porque tengo algo que contar o algo que soltar. Igual, en realidad, son la misma cosa. Ahora solo quiero que el papel sea ficción, que guarde lo que espero no ver convertido en realidad:

«En ese mismo instante el avión de platina salió por la ventana. Un brazo de viento lo acogió en su abrazo y lo precipitó hacia lo desconocido sin tomar nota del adiós fugaz y apenas fructífero del bastidor de madera envejecida. Él jamás volvió a volar papel, ni de plata».

Miedo, esperanza. Ilusión. Volar.

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