Ciudad de patios

Ella cuenta que la chica vuelve y se encuentra con que, al abrir la puerta, el edificio se ha caído. Y ya no hay escaleras, tan solo un agujero resguardado por paredes de apenas diez centímetros de grosor. Su visión se vuelve entonces periférica y se eleva desde la terraza del edificio a la que acaba de saltar desde el que está detrás. Ve cómo toda la ciudad antes conocida, sumida en luz de atardecer y de caída y en nubes grises y azules y en el negro de la noche y la ceniza del morir, está en el mismo estado. Todos los edificios se han quedado sin techo y con paredes. Vacíos por dentro. Patios eternos. Las ventanas miran hacia el interior para ver guías que sujetan cadáveres, sitios de suicidio. La chica se pregunta, angustiada, cómo va a llegar abajo sin romperse todos y cada uno de los huesos. Empieza a contemplar, vagamente, la posibilidad de aferrarse a una de esas guías y de usar el puzzle de gotelé desconchado, metal y ventanas de aluminio para intentar no caer. Todo desde su posición segura tras la jamba de una puerta que de repente parece haberse extendido hacia el infinito y ocupado toda la pared.

Dice que cambia la imagen y que ya no sabe si ha sido antes o ha sido después de verse suspendida en las alturas con un vértigo enterrado en el estómago que amenaza con salir, pero está dentro de otro edificio semi derruido, atravesando un sótano lleno de escombros… Y justo entonces se imagina lo agobiante que sería que se llenara de agua. Apenas un segundo después aparece de la nada el líquido que, como si de mercurio azul marino se tratase, se empieza a acomodar alrededor de sus pies.

Luego está en un aula. Le viene la imagen de un perro entre escombros, de un cuadro mal colgado. Agua, no agua. Tierra. Y en el aula hay una señora con cara atomatada y verdecida. Entra un señor de pelo largo, rubio y gafas de culo de vaso. Hay mal rollo. Da mal rollo.

Dice que su cabeza está sumida en caos. Que la chica cree ver a quien conoce, pero no conoce con certeza si es su conocido. Que ve animales. Que ve escombros. Que no ve nada.

-Qué barullo, qué desorientación de sueño -termina de contar la clienta.

Mientras tanto sigue a su acompañante, un hombre que fácilmente le sacará unas tres décadas, por entre los expositores de portátiles. No la mira, por el contrario centra su atención en los datos de uno. Murmura para sí, mientras que la chica aguarda sin esperar. Parece que sabe que le ha escuchado, o que no sabe si lo ha hecho pero no le importa demasiado. Se entretiene dando pasos dispares de aquí para allá, después de haberse liberado de su carga. Haciendo un pequeño baile andante, sin bailarlo.

Aunque no son diferentes, tampoco son dos clientes normales. La gente suele venir, ellas fruncen el ceño y preguntan mil preguntas que bien podrían ser retóricas, porque todas las respuestas están en los libretos de instrucciones de los electrodomésticos, y ellos se guardan para sí los rebufos, que luego soltarán en ambientes no tan públicos. Tiende a ser el perfil de los compradores que habitualmente pasan por aquí. Se limitan a acosarnos a los dependientes. De normal no hablan de otras cosas. De normal no encuentro mayor aliciente a una mañana de curro a las 11:28.

El hombre ha seguido hacia delante. La chica aún no. De no haber escuchado su discurso no creo que me hubiera llamado la atención. Es bastante baja, menuda, de pelo a la altura de la línea de la mandíbula que no se sabe muy bien si es rubio oscurecido o castaño claro. Su caminar es pensativo.

Yo, a diferencia de ella, he dormido bien esta noche. Es otro día cualquiera en mi todavía no integrado cambio de rutina, con sus consiguientes cambios de compañía, de marca de café y de línea de autobús. Al escuchar sus palabras mi mente ha formulado una mirada desasosegada, la que suelen vestir mis ojos después de pasar una noche de malos sueños. La suya no encajaba ahí. Inquieta, sí, pero no atosigada. Como si se pudiera reconfortar a sí misma.

No van a comprar nada, lo veo venir. Supongo que están buscando un ordenador para ella, porque se paran en los de buen procesador, ligeros. Porque en alguno prueba a teclear una frase espontánea con sus pequeñas manos. Porque tiene pinta de que ella va a empezar la universidad.

El hombre está inspeccionando las ofertas, completando un croquis mental que apuesto manejará varias variables. Por eso no ofrezco mi ayuda. No puedo oír lo que hablan, sea esto apenas un par de comentarios. Toda la información de que dispongo la he ganado al colocar unas cajas en la estanterías cuando han pasado por mi lado.

Pienso en el patio de mi piso de alquiler. Desconchado, con ventanas de aluminio que no miran hacia afuera. Con guías de metal. Pienso en Inés, en José y en Miguel. Es el cumpleaños de Trinidad, a ver si me acuerdo de llamarla por Skype. Aunque es más compromiso que otra cosa. Como todo lo que tiene que ver con ellos, con mi vida de antes. Con el patio del que dispongo ahora.

En los dos meses que llevo aquí no ha ocurrido demasiado. Ni qué decir tiene, que reponer equipos de música y televisiones full HD no da pie a grandes aventuras. Pero es trabajo, y no iba a hacerle ascos al puesto. Me estoy acostumbrando. Todo llega y todo pasa. Ahora duermo mejor. Anoche soñé con un caserío bastante recogido, de un par de plantas en una sierra montañosa. A lo lejos se veía un pueblo y desde mi altura alcanzaba a oler el pan recién hecho, a ver una mujer que seguro se llamaba María Dolores regando sus plantas y a unos niños jugando con canicas en los adoquines de la calle. Cuando me desperté el patio al que daba mi habitación no me pareció tan desalmado.

Salgo de mis pensamientos al mismo tiempo que el hombre se gira, le agarra por los hombros y con una palmadita en el omoplato parece murmurarle algo. Entonces también viene otro señor al cajero tras el que me encuentro arreglando unas facturas acompañado de su madre, una mujer entrada en años que camina con bastón y trata de disimular su pequeña joroba con un pesado pañuelo de seda. Les cobro el móvil para la tercera edad y en ese transcurso veo cómo la chica del mal sueño pasa por delante a la vera de quien ya creo ser su padre. Justo al mismo tiempo que recibo el dinero del comprador, engarza su mirada con la mía. Soy un chico normal de veinticuatro años. No sé si le llama la atención la gorra roja de “Tecnomenú” que llevo en la cabeza, la chapa de STAFF o mi barba castaña de tres días sin afeitar. Son tres segundos en los que mis manos se entretienen con el cajón del dinero y en los que veo que me ve y ve que le veo.

Algo rezagada, adelanta hasta donde su padre, pareciéndome que sus pasos avanzan como abnegados. Yo termino de cobrar y salgo de detrás del mostrador para chequear que todo esté bien en el pasillo de entrada de la tienda. Para ver si alcanzo a verla, en realidad. Ya se han ido, solo está la calle con sus muchos bares y su aún no mucha gente poteando. Y un camión en carga y descarga.

“Igual le ha gustado algún ordenador” me digo, pensando en el hombre. “Igual vuelve”, pensando en ella.

En el escaparate

En el escaparate hay un vestido azul. Dicen que ese color es el preferido de los psicópatas y de los que tienen a El guardián entre el centeno como libro favorito. Pero no es así. Es mi color favorito. Y ese es mi vestido favorito.

Lo pusieron el año pasado por abril, me llamó la atención al instante. Estaba sentada en la hierba, justo en frente de la boutique, escuchando a Serrat. Me cegó. No veía nada más, el vestido lo era todo. El lino de las mangas y del busto, la cuerda con el nudo de marinero justo debajo del pecho.

Quizás porque mi niñez
sigue jugando en tu playa
y escondido tras las cañas
duerme mi primer amor,
llevo tu luz y tu olor
por dondequiera que vaya,
y amontonado en tu arena
guardo amor, juegos y penas.

Acorté la distancia y terminé casi fusionándome con el ventanal acristalado.

Ese vestido era yo, yo era él.

Después de que apareciera empecé a ir a estar delante de la tienda todas las tardes. La luz era perfecta entre las tres y las cinco y media, el cristal estaba siempre limpio. Era el escaparate perfecto para el vestido perfecto.

Un día de junio -en nuestro aniversario de dos meses- lo fui a visitar, como en cualquier otro momento. Se me hizo un nudo en la garganta al ver que ya no estaba, pero no dejé de ir.

Hoy he vuelto a pasar, un año más tarde. Lo han vuelto a colocar en medio de esa vitrina, cuan trofeo traído de antaño. Esta vez me he dedicado a idolatrarlo, pero llevándolo puesto. No lo iba a dejar marchar de nuevo.

Ay, si un día para mi mal
viene a buscarme la parca,
empujad al mar mi barca
con un levante otoñal
y dejad que el temporal
desguace sus alas blancas.
Y a mí enterradme sin duelo
entre la playa y el cielo…