Bakú

Gritan mi nombre por megafonía. El mío. Al locutor se le atraganta. No sé si es azerí. El público aplaude las clásicas dos palmadas, yo miro al frente. Serio. Intentando concentrarme. Ya no pienso en nada, solo veo el balón ahí, en el centro de la piscina. Vacilando ligeramente adelante, atrás. Esperando al sonido del silbato, al ganador de la carrera. Esperando la primera jugada. No pienso en otra cosa porque no hay lugar para nada más. Es veintiuno de junio. Es la final.

Saltamos al agua. Círculo de equipo. Brazo con brazo. Cadena.

–¡Va, chavales! ¡VA!

Nos miramos. Rebosamos energía. Hay que disfrutarlo. Pero venimos a ganar.

Recuerdo a todos los posibles jugadores de la primera concentración de diciembre. Alrededor de treinta tíos. «Esto es un imposible», pensé. Cuatro días en el CAR, el Centro de Alto Rendimiento de Sant Cugat del Vallés en Barcelona. Eso es lo que tuve para intentar ver que igual sí que podía, que igual podía ser yo a quien eligiesen para la selección. No me lo terminaba de creer corriendo la San Silvestre con mi equipo de waterpolo por las calles de Pamplona al himno de «¡Iosu, selección!». Aún hoy no me lo creo.

Gritamos. Aplaudimos. Salpicamos agua. Rompemos círculo. Y nos dejamos caer y tocar fondo en la piscina.

Juego con el cinco. Un cinco azul en el gorro blanco. Siete en la alineación: Albacete, De la Fuente, Gómez, Granados, Paul, Puig y yo.

Agua. Azul. Ya no está calmada. Empieza el partido.

Cuatro tiempos. Ocho minutos. Granados pilla balón. Lo perdemos. Lo robamos. Lo perdemos. Lo robo. Álex marca. Minuto tres y medio. Uno cero.

Nos empatan.

Marcamos uno.

Nos empatan.

Jordi Chico mete. Nos vamos de uno. Final del primer cuarto. Svilen nos anima con un «Es el último partido. Casi lo tenemos». Muy propio de él. De entrenador. «Juego de equipo. Defensa. Ataque. Y a disfrutarlo».

Segundo tiempo. Tercer tiempo. Perdemos de uno.

Cuarto tiempo. Final de los Europeos.

Miro la medalla. Bakú, 2015. Primeros Juegos Europeos. Selección juvenil de waterpolo, España. Plata. Estoy ensimismado. Sabe a metal. A éxito y a pérdida, en cierto modo. Íbamos a por el oro. Deslizo los ojos por la cinta morada de la que cuelga la medalla, por sus dibujos florales en dorado. Oro, plata. Plata. «Hemos perdido la oportunidad de ganar el torneo, pero hemos ganado la plata. Nadie pensó que llegaríamos tan lejos al principio», dice Svilen a la prensa. Puede ser.

–Iosu Fernández. El Patxi. ¡Cuánto tiempo!

Jordi Chico me saluda. Nos damos un abrazo. Otra vez en Sant Cugat. 2016. La estatua del CAR me da la bienvenida. Han pasado ya unos meses desde la última vez que estuve aquí. Me acuerdo de cuando vinimos por primera vez. Del logotipo, de la estatua. «Qué guapo», pensé. Recuerdo entrar, ver un pasillo largo y vitrinas. Fotos de campeones, un casco de Fernando Alonso con dedicatoria. Un palo de hockey sobre hielo, supongo que de algún otro campeón. Estar aquí es emocionante. Estás con los grandes.

Nos saludamos, nos juntamos todos. La selección juvenil del 2015. Aparece Svilen, sonríe.

–Aquí estamos otra vez, chavales.

Esperamos sus palabras, que siga. Solo nos mira. Al rato, habla:

–¿Por qué estamos aquí?

Silencio. Alguien responde que por Montenegro, el mundial. Svilen asiente despacio, y concreta:

–Porque hacemos waterpolo. Y porque nos merece la pena.

Sonreímos. Es duro, es mucho trabajo. Es pasar todo el verano fuera de casa, lejos de la familia. Pero es competir. Probarte a ti mismo. Crecer, aprender de los mejores. Hacer equipo, nueva familia. Es deporte. Es waterpolo.