Nudos

Es de noche, una noche cualquiera del año. Las hojas de los árboles se agrupan en la balconada.

Llevan haciéndolo desde principios de otoño, pero todavía no las he recogido. No consigo prestarme a ello.

Estoy en la cama y mis pensamientos, de manera similar a los nudos, están enredados. Revueltos. Y es que últimamente no duermo.

Soy joven y tengo toda mi vida para hacer lo que sea. Con quien sea. Y, sin embargo, parece que todo se reduce a unos pocos instantes antes de dormir. Esos minutos tontos en los que escucho el repicar de las gotas de la lluvia sobre los cristales. En los que el viento susurra como una persona más, y susurra cuentos preciosos u horribles. En los que me doy cuenta de que, todavía, no puedo recoger las hojas del invierno pasado. Porque no sé dónde guardarlas, no tengo ni idea de dónde quiero meterlas. No estoy preparada para olvidarlas, porque eso significa que las voy a guardar en un baúl y que no me van a volver a doler, pues ya no me van a importar. Ni ellas, ni el árbol que las dejó caer. Y, oh, todavía quisiera que me importase.

Las flores de la última primavera también están enredadadas alrededor de los barrotes del mirador. Siempre que las miro una sonrisa dulce cruza mi rostro. Qué hermosa fue la primavera…

Cuando recuerdo esa estación me doy cuenta de que desde entonces no ha vuelto a llover. Había más gente, gente más alegre, a mi lado. Bailamos, reímos y lloramos. Siempre terminábamos con una sonrisa. Disfrutando de la vida.

Pero no he cortado las flores, y ahora se asemejan a un arbusto descuidado.

La noche se ha ido. Los primeros rayos del sol entran a mi habitación a través de la ventana. Igual que en verano. Iluminan mis dudas y mis pensamientos.

Me pongo mi bata y abro el balcón. Hace un día precioso. Es un día de invierno, pero el sol brilla alto en el cielo.

Soy joven, tengo toda mi vida por delante. Pero también he vivido bastante.

Mi balconada está abarrotada, entre las hojas y las flores. El sol rebota en ellas y pasa por la ventana, pero casi esperando encontrar una casa deshabitada. Albergando mucha vida pasada.

Poco a poco, empiezo a barrer el suelo. Me alegra encontrar las baldosas blancas con pequeños dibujos de colores en el centro que tanto me gustaban. Primero aparece una, después otra. Y así, con paciencia, voy limpiando mi mirador. No veo el momento de poder pararme a mirar el precioso día que acababa de amanecer.